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APUNTES DE UN POLIZÓN CARNÍVORO

                                                                                                                

                                                                                                                      

 Reproduzco aquí los argumentos con que intervine en el Debate que más abajo se señala, en el Seminario de Profesores de Derecho Público de la Universidad Monteávila.
                                                                                   Jesús J. Ortega Weffe [1]


Comienzo encomiando la iniciativa de la Universidad Monteávila por el establecimiento de un Foro permanente de intercambio de ideas entre profesores de Derecho Público, al que ha llamado Seminario. Ello, no sólo por su obvia pertinencia en cualquier tiempo, sino por su inmensa utilidad en el presente venezolano: Ahora y aquí, proveer un escenario en que se encuentren quienes dedican su tiempo, su pericia y su experiencia a la labor de la enseñanza de esta Rama del Derecho, para que expongan y contrapongan ideas sobre el Derecho, el Estado, la Sociedad, el Individuo, etc.;  y los principios y/o valores (inmanentes o informadores, según se prefiera) a los que atienden, es definitivamente una realización digna de elogio y apoyo. Enhorabuena y gracias, como miembro de la comunidad jurídica, por este valioso esfuerzo.
Por otro lado, su carácter de Seminario, al amparo de la quinta y la sexta acepciones del DRAE, permite el intercambio entre profesores y alumnos (por extensión de discípulos). No tengo en el momento ninguna responsabilidad pedagógica, por lo que es en tal carácter, el de alumno, que me animo a formular las presentes reflexiones; vale decir: casi como un polizón en este barco, cuyo viaje, con grandeza de miras inauguró y con buen tino dirige el Prof. José Ignacio Hernández, a quien agradezco infinitamente, junto al Prof. Carlos E. Weffe H., el haberme invitado a observar el desarrollo de los estimulantes debates que actualmente se desarrollan en su seno, congregando a verdaderos talentos del cultivo del Derecho Público en nuestro país.
El tema “Estado Social y Libertad”, enmarcado dentro del debate anual del Seminario sobre la relación entre el Derecho Público y la Libertad, ha generado un recio contrapunteo escrito en el que han intervenido el propio Prof. Hernández, el Prof. Tomás Arias Castillo y el Prof. Luis A. Herrera Orellana; el cual se proyectara en un interesante intercambio con ocasión de la presentación que, dentro del programa de consideración del tema, realizara el Prof. Jesús María Alvarado Andrade en la sexta sesión del Seminario. [Luego de avanzada la redacción de este escrito, se incorpora una extraordinaria contribución del Dr. Oscar Ghersi Rassi, con la cual concordamos casi en su totalidad. En algunas partes de estas notas incorporamos ex post referencias a sus puntos de vista que compartimos.]
A expresar humildemente, pues, mis consideraciones sobre algunos de los pormenores tocados en ese debate, se contraen las presentes páginas. Antes, sin embargo, se impone un necesario preámbulo.
Explicadas por mi condición de alumno dos de las tres nociones contenidas en el título de estos comentarios (“apuntes” y “polizón”), explico la tercera: el Prof. Arias Castillo, en su contra-réplica al Prof. Hernández, quien iniciara el debate, amablemente recalca que:
«Desde un principio advertí que sostengo y defiendo posiciones liberales… Advertir premisas y puntos de partida no implica en modo alguno desfigurar realidades para acomodarlas a las concepciones sobre el mundo (práctica donde son campeones todos los socialistas, herbívoros o carnívoros), sino un auténtico ejercicio de honestidad intelectual.»
Así pues, plenamente estimulado en el ejercicio de mi honestidad intelectual por las transcritas palabras, comienzo por declararme socialdemócrata y no vegetariano, que, asumo, es en realidad la palabra que, por error involuntario, debió usar y no usó el Prof. Arias Castillo. En efecto, otra cosa sería concluir que, en el ejercicio de su honestidad intelectual, considera a quienes son de alguna manera socialistas [2],  unos perfectos animales [3]; lo que seguramente no es propio del decoro que es dable atribuir al respetado Profesor y con el que éste y cualquier debate debe darse, no sólo entre Profesores de Derecho Público, sino simplemente entre personas civilizadas.
Entonces, no soy vegetariano, ergo: debo manifestarme carnívoro (incluidas las implicaciones “dinosáuricas”, del “chiste” que se refiere en las notas al final). 
Igualmente, en este preámbulo, juzgo útil un recuento de algunos aspectos puntuales expresados en ocasión de la erudita presentación antes citada (sobre la cual nada comentaré en esta oportunidad), pensando en quien no tuvo la oportunidad de estar presente y, sin embargo, ha seguido y sigue con interés este tema a través del Blog del Seminario; este señalamiento -en complemento a los escritos mencionados y  en él publicados- pudiera servir para entender el por qué de los comentarios que, en respuesta, se encuentran en las páginas que siguen. Es entendido que el énfasis, cuando exista, es nuestro.
Allí se afirmó:
1) A categorías abstractas no es dable oponer hechos (consideraciones empíricas) para rebatirlas. Es lo pertinente oponerles nuevas categorías abstractas para desvirtuarlas. 2) La libertad es, sin duda ni discusión, la libertad negativa. 3) Puestos a escoger, es preferible la dominación de los “privados” que la del Estado. 4) El Estado Social, simplemente no se justifica. Es una negación de la libertad.
A ello agreguemos, de entre los escritos mencionados, lo siguiente:
5) Es una aporía hablar de un tirano liberal. Arias Castillo: “Un orden social liberal –esto es, de construcción espontánea- rechaza la idea de un tirano en su seno, que pretenda decidirlo todo” [4].
6) Arias Castillo:
“[Hernández] señala que «bajo la Constitución de 1999 el socialismo no es un modelo económico impuesto. Pero tampoco cabe excluirlo a priori». Ello equivale a decir que una Constitución Económica de un país democrático es tan amplia que, incluso, prevé la posibilidad de implementar un modelo económico (el socialismo) capaz de destruir la democracia misma” [5].
7) Frente a la afirmación de Hernández en el sentido que:
“…como apuntó S. Martín-Retortillo Baquer, el «Estado fuerte, es necesario (…) para la defensa de la libertad y de la propia sociedad», así como para la satisfacción de necesidades de interés social. Tal y como sostuvo Juan Pablo II en la Carta Encíclica Centesimus Annus, hay muchas necesidades que no son “vendibles”, esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Por ello, «es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas». Ello requiere y justifica la intervención del Estado en la economía, pero sin admitirse limitaciones arbitrarias a la libertad” [6].
Arias Castillo responde:
“[No hay necesidades vendibles, sólo se venden bienes y servicios]… es absolutamente falso y no se sigue del razonamiento anterior, que la intervención del Estado sea el corolario de la falta de satisfacción de las necesidades humanas. Lo que ofrece alternativas se muestra como una cuestión de una única salida: «En un mundo de necesidades insatisfechas, el Estado debe intervenir». Es decir, siempre, necesariamente, tendrá que intervenir, pues siempre habrá necesidades insatisfechas [lo cual, en su criterio, no es una conclusión válida]” [7].
8) Arias Castillo:
“El afán igualitarista no acepta límites. Si las ideas democráticas y la concepción de Estado de derecho algo han hecho, por siglos, es intentar poner límites al Poder. Pero si ahora convenimos en que desde el Poder, por vía de fuerza y coacción, la sociedad debe ser configurada para hacernos progresivamente iguales (materialmente hablando; pues la igualdad ante la ley es una ilusión); para ser consecuentes, deberemos asimismo remover todos los obstáculos que impidan la consecución de tan loable propósito. No vemos opción posible. Para igualarnos todos, debemos ceder al poder las instituciones que garantizan nuestra libertad. Y el Poder nos hará iguales: tanto, que todos seremos unos súbditos, no unos ciudadanos” [8].
9) Arias Castillo:
“La justicia social es un ideal abstracto, políticamente manipulable para, desde el Estado, favorecer acólitos y perjudicar opositores (51). ¿Cuándo podríamos los venezolanos controlar al Estado, si éste dice actuar en acatamiento de la justicia social? ¿Cómo puede un principio constitucional –el Estado social- tener basamento en una idea tan peligrosa para la libertad individual? (52) Si una Constitución es para limitar el poder y, así, favorecer la libertad, no comprendemos cómo puede echarse mano de una noción tan maleable, que tanto puede ayudar en la expansión del Estado y tan poco puede hacer por el sostenimiento de la libertad” [9].
-o-
Creo que la anterior enumeración, delinea bien los parámetros de los temas que abordaré, sin seguir necesariamente el orden en que se encuentran los puntos que ella contiene, ni circunscribirme estrictamente a ellos; puesto que han sido expuestos, como dije, básicamente a fin de contribuir con la contextualización de estas reflexiones frente a sus eventuales lectores.
Asimismo, tanto en función de una solicitud del Prof. Herrera Orellana en su escrito, como por los cauces en que se ha vertido la discusión, he de advertir que gran parte del desarrollo que sigue no es estrictamente dogmático, ni siquiera jurídico; naturalmente, a él llegaremos, pero, por imposición de la extensión que este escrito debe tener, lo dejaremos inevitablemente inconcluso en lo que concierne a su realidad constitucional en Venezuela actualmente; lo que, sin embargo y paradójicamente, es el verdadero objeto del Seminario durante este año. No obstante, la índole de los puntos de la controversia planteada, giran más bien por los predios de la filosofía y teoría políticas, aunque ello tenga naturales repercusiones en la filosofía, teoría y dogmática jurídicas. En consecuencia, seguiremos la línea ya trazada de exponer ideas sobre los temas mencionados desde esta óptica, con la advertencia que se tratarán –fundamentalmente- de reflexiones de terceros que participan de los campos de pensamiento señalados, pero entrecruzada e incluso desordenadamente.
Sólo me resta, entonces, una última precisión: lo que sigue no es una defensa de los criterios del Prof. José Ignacio Hernández; con quien, en verdad -aunque no del todo-, concuerdo bastante más que con el Prof. Arias Castillo. Sin embargo, no sólo el estimado Profesor no necesita en modo alguno de una iniciativa mía en ese sentido, sino que tampoco tal es mi intención, ni mi vocación, ni sería cónsono con una aproximación a este debate desde el prisma del intercambio de opiniones, que definitivamente es su objetivo fundamental. Por las mismas razones, tampoco son estos comentarios un ataque al Prof. Arias Castillo; antes al contrario, expresaré mi parcial acuerdo con un punto cardinal por él expuesto, aunque en la parte no concordante me diferencio radicalmente del planteamiento hecho en ese mismo punto, tanto por él como por Hernández; coincidiendo, en general, con lo expuesto por Ghersi; así como acuerdo con él –Arias Castillo- también, parcialmente, en otros aspectos.
Además, la condición de socialista carnívoro sólo se resume, a su propio decir, a la capacidad de desfigurar la realidad para acomodarla a la propia concepción del mundo; a lo cual, pues, (o, tal vez, a demostrar lo contrario), entusiastamente, me dispongo: 

0.- LA VERIFICACIÓN EMPÍRICA.

Ante el arriba expresado reclamo referido a que a categorías abstractas no es dable oponer hechos (consideraciones empíricas) para rebatirlas –al que, con acostumbrado acierto, Gustavo Linares Benzo hizo notar su similitud con la crítica de Marx a la Filosofía del Derecho Público de Hegel[10] - debemos decir dos cosas: a) Estas páginas, obviamente, no se contraen a un esquema de pensamiento que se adelanta con pretensión de dar explicación filosófica propia a los particulares de la discusión de marras, por lo que se verán entrelazados construcciones abstractas (filosóficas, teóricas y dogmáticas) con ejemplos y señalamientos empíricos, realizados fundamentalmente por los pensadores que se reproducen y comentan, pero también por quien escribe; y, b) Todo intento de construcción teórica debe ser contrastado con la realidad a fin de verificar su pertinencia, según el método científico. No creemos que la trampa sofística de los comunistas, según la cual el socialismo real aún no se ha verificado en los hechos en ninguna parte del mundo (intentando soslayar así las críticas de la depauperación y genocidio que generó en todas partes en que se ha instrumentado), pueda servir de excusa a ellos, ni a ninguna otra filosofía, teoría o ideología políticas, para eludir las inconsistencias de un determinado esquema de pensamiento en su contraste con la dimensión empírica.
Sobre las bases anunciadas, continuemos.

I.- LA LIBERTAD.

Sería presuntuoso e inoperante intentar acá una disquisición siquiera relativamente suficiente sobre un tema tan vasto, profundo y tratado como la libertad. Sin embargo, es imprescindible dedicarle atención puesto que su consideración se encuentra en la base de la disputa en que metemos baza y, primordialmente, porque tal es uno de los polos de la proposición discursiva (¿dialéctica?) del sub-tema a cuya discusión nos ha convocado el debate referido: “Estado Social vs. Libertad”.
En obsequio a tal proposición, comenzaremos por delimitar, dentro del vasto espacio del término, al más limitado de la libertad política, por haber escogido para comentar, a un autor que se refiere a ella en un desarrollo que considero nos permite –no obstante su delimitación- atisbar la naturaleza de nuestro objeto, al menos en cuanto atañe a estas ideas, con la agudeza -pero con la sencillez- con que el mencionado autor trata el tema; y luego, lo exploraremos dentro del campo de su consagración jurídica
Igualmente, por su inevitable entrelazamiento, la consideración en abstracto -y desde el punto de vista del individuo- de la libertad política, derivará necesariamente en la consideración de su manifestación en otros aspectos del acontecer humano y, por ende, social.
Observamos que estamos conscientes de que en algunos desarrollos  liberales contemporáneos, la libertad se presenta como una e indivisible (aunque preponderando la libertad económica); sin embargo, insistimos, tal diferenciación temática proviene del autor que se comentará. Destaco de entrada, no obstante, que esta concepción –digamos- diferenciada de la libertad, ha sido expresa conclusión de conocidos y reputados desarrollos dogmáticos sobre los derechos fundamentales (como en el caso de Robert Alexy) y nos será útil también en la consideración de algún otro tema en estas páginas.
Asimismo, a fin de evitar cualquier aprensión sobre que, por naturaleza, me vea impelido a acomodar los argumentos hacia mi posición política [que no es otra que la plena pertinencia -y, más, obligatoriedad- de la intervención del Estado en la sociedad, para corregir los desequilibrios sociales y económicos], he de seguir una pequeña “estrategia” que aspiro se considere válida: procuraré no citar, sino en lo mínimo indispensable, autores que respalden mi posición política; ni adelantaré ab initio mis propias ideas (salvando lo ya dicho).
En efecto, dado el punto en que nos enfocamos, nadie mejor para ubicar argumentos de autoridad que nos guíen en estos comentarios, que pensadores liberales (a cuyas calificadas opiniones, entonces, acudiremos más de una vez en estas páginas y no sólo en este tema, en la certeza de que la suya será una opinión inatacable desde el punto de vista de la “desfiguración de la realidad”). Prefiero, esta vez, presentar una especie de collage de citas, que abrirle espacio al uso de mi propia filiación política como contra-argumento elusivo del tema de fondo. Esto no implica en lo absoluto –por supuesto- que no verá el lector mis propias apreciaciones o las de pensadores no liberales: sólo denota que, entre liberales, es más fácil descubrir posiciones, en realidad, no liberales.
Así, yendo al punto, podemos definir precaria pero aceptadamente a la libertad política (externa y, por ende, tanto no-metafísica, como -de suyo- relacional, aspecto que eludiremos en esta primera aproximación tanto como podamos [11]), como desdoblada en dos vertientes: la libertad negativa y la libertad positiva.
Comencemos por definirlas en las palabras de la brillante y, al mismo tiempo, sencilla exposición anunciada (y que juzgo debía leer todo el mundo, abogado o no, liberal o no), realizada por un liberal: los famosísimos “Dos Conceptos de Libertad” de Isaiah Berlin (los corchetes y destacados son nuestros):
«1) La idea de libertad negativa: En este sentido la libertad política es, simplemente, el ámbito en que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros… La coacción implica la intervención deliberada de otros seres humanos dentro del ámbito en que yo podría actuar si no intervinieran. Sólo se carece de libertad política si algunos seres humanos le impiden a uno conseguir un fin. La mera incapacidad de conseguir un fin no es falta de libertad política [Helvétius hizo observar esto de manera muy clara: «El hombre libre es el hombre que no está encadenado, ni encerrado en una cárcel, ni tampoco aterrorizado como un esclavo por el miedo al castigo... no es falta de libertad no volar como un águila, ni no nadar como una ballena.»]. Esto se ha hecho ver por el uso de expresiones modernas, tales como «libertad económica» y su contrapartida «opresión económica». Se dice, muy plausiblemente, que si un hombre es tan pobre que no puede permitirse algo, respecto a lo cual no hay ningún impedimento legal —una barra de pan, un viaje alrededor del mundo, o el recurso a los tribunales—, él tiene tan poca libertad para obtenerlo como si la ley se lo impidiera. Si mi pobreza fuera un tipo de enfermedad que me impidiese comprar pan, pagar el viaje alrededor del mundo o recurrir a los tribunales, de la misma manera que la cojera me impide correr, naturalmente no se diría que esta incapacidad es falta de libertad, y mucho menos falta de libertad política. Sólo porque creo que mi incapacidad de conseguir una determinada cosa se debe al hecho de que otros seres humanos han actuado de tal manera que a mí, a diferencia de lo que pasa con otros, se me impide tener suficiente dinero para  poder pagarla, es por lo que me considero víctima de coacción u opresión… El criterio de opresión es el papel que yo creo que representan otros hombres en la frustración de mis deseos, lo hagan directa o indirectamente, y con intención de hacerlo o sin ella. Ser libre en este sentido quiere decir para mí que otros no se interpongan en mi actividad. Cuanto más extenso sea el ámbito de esta ausencia de interposición, más amplia es mi libertad».
Este extracto de Berlin pone de manifiesto dos puntos esenciales:
i) La libertad política (él se refiere también a la económica) es la libertad política de todos los hombres y, no sólo, para usar una categoría ya en desuso, la del dentista belga [12], o la de los liberales, o de los comunistas. Tampoco es la de los empresarios dueños de los medios de producción o, en forma más general, la de los propietarios; ni tampoco la de los obreros, campesinos, profesores y estudiantes. Si es la libertad, es la de todos y cada hombre.
Esto es destacable porque no siempre fue así en el pensamiento liberal, lo que impone –entonces- asumir con Berlin que hablamos todos de acuerdo con la libertad política observable en las democracias occidentales actualmente, con sus más y sus menos, pero una vez superados tanto el sufragio censitario o restringido por razones de propiedad, oficio, renta o educación [13]; como, naturalmente, la esclavitud, primero; y la discriminación sexual y racial (al menos formalmente) después.
ii) Pero, como de suyo la libertad política es relacional, que cada hombre sea libre implica que inevitablemente, una vez congregados -ya en comunidad, ya en sociedad- los hombres se interferirán recíprocamente en la consecución de los fines que se proponen. Y, en la determinación de la existencia y naturaleza de esa interferencia, cada hombre se formará un criterio de opresión, según entienda el rol de otros en la frustración de sus deseos y según el balance individual de esas frustraciones; en algunos casos, llegando a determinar que tiene tan poca libertad para obtener una barra de pan, como si la ley se lo impidiera (lo que naturalmente se expresará más definitivamente según la teoría política que se abrace).
En consecuencia, concluyeron los filósofos, esa libertad individual no podía ser ilimitada.
«…porque si lo fuera, ello llevaría consigo una situación en la que todos los hombres podrían interferirse mutuamente de manera ilimitada, y una clase tal de libertad «natural» conduciría al caos social en el que las mínimas necesidades de los hombres no estarían satisfechas, o si no, las libertades de los débiles serían suprimidas por los fuertes. Como veían que los fines y actividades de los hombres no se armonizan mutuamente de manera automática, y como (cualesquiera que fuesen sus doctrinas oficiales) valoraban mucho otros fines como la justicia, la felicidad, la cultura, la seguridad o la igualdad en diferentes grados, estaban dispuestos a reducir la libertad en aras de otros valores y, por supuesto, en aras de la libertad misma».
Así pues, llegamos a otras dos (2) conclusiones esenciales:
iii) Para obtener el mayor ámbito de libertad posible para todos los hombres, es necesario restringir la libertad individual; y, a su interior, la libertad política negativa, de la que nos ocupamos. Esto se emparenta con lo que se conoce como la paradoja de la libertad, de Karl Popper (otro autor liberal): la libertad absoluta se derrota a sí misma.
iv) Una situación en que las mínimas necesidades de los hombres no estuvieren satisfechas y en que las libertades de los débiles sean suprimidas por los fuertes es, al menos, una de las consecuencias del caos social que produciría la libertad ilimitada. En otras palabras, siempre según Berlin, la situación empírica que producirían estas dos (2) consecuencias de la libertad ilimitada, se denominaría caos; pero, en realidad, una situación semejante acepta la denominación alterna (que no sustitutiva o sinónima) de despotismo y explotación, es decir, de nuevo, opresión; en tanto que es dable entender que prevaleciendo los más fuertes, estos impondrán su propio orden, justamente, por la fuerza.
«2) La idea de libertad positiva: El sentido «positivo» de la palabra «libertad» se deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio dueño. Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores, sean éstas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mí mismo y no de los actos de voluntad de otros hombres. Quiero ser sujeto no objeto, ser movido por razones y por propósito ser consciente que son mías, y no por causas que me afectan, por así decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí; dirigirme a mí mismo y no ser movido por la naturaleza exterior o por otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un esclavo incapaz de representar un papel humano; es decir, concebir fines y medios propios y realizarlas. Esto es, por lo menos, parte de lo que quiero decir cuando digo que soy racional y que mi razón es lo que me distingue como ser humano del resto del mundo.
Sobre todo, quiero ser consciente de mí mismo como ser activo que piensa y que quiere, que tiene responsabilidad de sus propias decisiones y que es capaz de explicarlas en función de sus propias ideas y propósitos. Yo me siento libre en la medida en que creo que esto es verdad y me siento esclavizado en la medida en que me hacen darme cuenta de que no lo es». 
En esta descripción se devela, al menos a nuestro juicio, el sentido de complementariedad de ambas nociones. Cuando hablo de mi necesidad de un ámbito de actuación desprovisto de interferencias externas, es decir, cuando exijo mi libertad negativa, mi reclamo se refiere a la necesidad de que –al menos en ese ámbito- pueda ser mi propio dueño y actuar según sólo los dictados de mis propias razón y voluntad; es decir, pueda ejercer mi libertad positiva.
De una manera sencilla se grafica la diferencia atribuyendo a la libertad negativa el enunciado de “libertad-de”, que se complementará empíricamente según el caso; y a la libertad positiva, el enunciado de “libertad-para”, que igualmente se complementará empíricamente en cada caso.
Sin embargo, tampoco se puede obviar la difícil relación entre una y otra. Esto dice Berlin:
«Quizá para los liberales el valor principal de los derechos políticos —«positivos»—, de participar en el gobierno, es el  de ser medios para proteger lo que ellos consideraron que era un valor último: la libertad individual «negativa» [con lo cual ya vemos la necesaria coexistencia y complementariedad anotada].
Pero si las democracias, sin dejar de serlo, pueden suprimir la libertad, al menos en el sentido en el que los liberales usaron esta palabra, ¿qué es lo que haría verdaderamente libre a una sociedad? Para Constant, Mill, Tocqueville y la tradición liberal a la que ellos pertenecen, una sociedad no es libre a no ser que esté gobernada por  dos principios que guardan relación entre sí: primero, que solamente los derechos, y no el poder, pueden ser considerados como absolutos, de manera que todos los hombres, cualquiera que sea el poder que les gobierne, tienen el derecho absoluto de negarse a comportarse de una manera que no es humana; y segundo, que hay fronteras, trazadas no artificialmente, dentro de las cuales los hombres deben ser inviolables, siendo definidas estas fronteras en función de normas aceptadas por tantos hombres y por tanto tiempo que su observancia ha entrado a formar parte de la concepción misma de lo que es un ser humano normal y, por tanto, de lo que es obrar de manera inhumana o insensata; normas de las que sería absurdo decir, por ejemplo, que podrían ser derogadas por algún procedimiento formal por parte de algún tribunal o de alguna entidad soberana.
… Esto es casi el polo opuesto de los propósitos que tienen los que creen en la libertad en su sentido «positivo»: el sentido que lleva la idea de autodirección. Los primeros quieren disminuir la autoridad como tal. Los segundos quieren ponerla en sus propias manos. Esto es una cuestión fundamental. No constituyen dos interpretaciones diferentes de un mismo concepto, sino dos actitudes propiamente divergentes e irreconciliables respecto a la finalidad de la vida. Hay que reconocer que es así, aunque, a veces, en la práctica sea necesario hacer un compromiso entre ellas. Pues cada una tiene pretensiones absolutas. Ambas pretensiones no pueden ser satisfechas por completo. Pero es una profunda falta de comprensión social y moral no reconocer que la satisfacción que cada una de ellas busca es un valor último que, tanto histórica como moralmente, tiene igual derecho a ser clasificado entre los intereses más profundos de la humanidad».
Ahora bien, la idea de libertad positiva fue objeto de desarrollos filosóficos y políticos que terminaron también en opresión. Nótese que hablo del desarrollo de la idea y no de la idea misma de libertad positiva.
Siempre siguiendo a Berlin: En el entendido que la razón debía ser el motor y el norte verdadero de la conducta humana y, así, de la conducta de cada hombre; sería (es) dable, reconocer un “yo” absolutamente racional en cada individuo, su “yo verdadero”, que  sólo puede querer la verdad y lo bueno.
Empero, la limitada óptica del “yo empírico” de cada individuo podría perfectamente no estar ni siquiera consciente de la existencia y manifestación de su “yo verdadero”. Ello, aunque, sin embargo, como integrantes del género humano, en todos y cada uno de nosotros éste existe. 
En consecuencia, es al “yo verdadero” y no al “yo empírico” de los hombres al que hay que atender y satisfacer; por lo tanto: definida la “verdad” y lo que es “bueno”, esto conviene a cada hombre y es lo realmente deseado por su “yo verdadero”; lo sepa o no, lo quiera o no, su limitado “yo empírico”.
«Esta paradoja se ha desenmascarado frecuentemente. Una cosa es decir que yo sé lo que es bueno para X, mientras que él mismo no lo sabe, e incluso ignorar sus deseos por el bien mismo y por su bien, y otra cosa muy diferente es decir que eo ipso lo ha elegido, por supuesto no conscientemente, no como parece en la vida ordinaria, sino en su papel de yo racional que puede que no conozca su yo empírico; el «verdadero» yo, que discierne lo bueno y no puede por menos de elegirlo una vez que se ha revelado. Esta monstruosa personificación que consiste en equiparar lo que X decidiría si fuese algo que no es, o por lo menos no es aún, con lo que realmente quiere y decide, está en el centro mismo de todas las teorías políticas de la autorrealización. Una cosa es decir que yo pueda ser coaccionado por mi propio bien, que estoy demasiado ciego para verlo; en algunas ocasiones puede que esto sea para mi propio beneficio y desde luego puede que aumente el ámbito de mi libertad. Pero otra cosa es decir que, si es por mi bien, yo no soy coaccionado, porque lo he querido, lo sepa o no, y soy libre (o «verdaderamente» libre) incluso cuando mi pobre cuerpo terrenal y mi pobre estúpida inteligencia lo rechazan encarnizadamente y luchan con la máxima desesperación contra aquellos que, por muy benévolamente que sea, tratan de imponerlo».
Así pues, los desarrollos extremos de esta posición han servido para justificar todo tipo de despotismos al favor de la mesiánica coartada de arrogarse saber por –en lugar de- el individuo, siempre, lo que es bueno para él y, de esta manera, sustraerse en el burladero de la argumentación lógica (en realidad, sofística, por la utilización del lenguaje para manipular a los ciudadanos; en este caso, isofónicamente, mediante sofismas) para disfrazar la opresión.  
Como eventuales vertientes de actuación individual impulsadas por esta visión de la libertad, Berlin se refiere a:
a) La auto-negación, el retiro a la ciudadela interna: restringiendo el ámbito de mis deseos sólo a lo que puedo hacer, siempre seré libre de hacerlo; por lo que finalmente seré dueño de mí mismo. Sobre ello, repara Berlin:
 «La auto-negación ascética puede ser una fuente de integridad, serenidad o fuerza espiritual, pero es difícil ver cómo se la puede llamar aumento de libertad. Si me libro de mi adversario retirándome puertas adentro y cerrando todas las entradas y salidas, puede que sea más libre que si hubiese sido capturado por él, pero ¿soy más libre que si yo le hubiese vencido o capturado a él? Si voy en esto demasiado lejos y me retraigo a un ámbito demasiado pequeño, me ahogaré y moriré. La culminación lógica del proceso de destrucción de todo aquello que puede hacerme daño es el suicidio. En tanto exista en el mundo natural, nunca puedo estar seguro por completo. En este sentido, la liberación total (como muy bien se dio cuenta Schopenhauer) sólo puede conferirla la muerte.
b) La auto-realización: puede que al principio no observe para qué es bueno lo que se me impone heterónomamente, pero a medida que expanda mis conocimientos tenderé a la comprensión; su ejemplo –de Berlin- es el del niño que comienza a estudiar Matemáticas (como paradigma de una actuación heterónoma benéfica) y su desarrollo posterior, sin duda en su propio beneficio e incrementador de su instrumental para la obtención y ejercicio de su libertad, una vez que internaliza, aprehende, las leyes, principios y relaciones matemáticas. Así, con la misma argumentación, puedo abrazar –o imponérseme- un fin que no comprendo, pero que se encuentra predeterminado como lo bueno y luchar por él, o simplemente aceptarlo, “por mi propio bien”.
«Se nos dice que lo que vale para la música o para las matemáticas en principio también tiene que valer para todos los demás obstáculos que se presentan como bloques del material externo que impide el propio desarrollo libre. Este es el programa del racionalismo ilustrado desde Spinoza hasta los últimos (a veces inconscientes) discípulos de Hegel. Sapere aude [14] [“atrévete a saber”; o, “ten el valor de pensar, de usar tu razón”]. En tanto que eres racional, no puedes querer que sea de otra manera lo que conoces, aquello cuya necesidad —necesidad racional— entiendes. Pues querer que algo sea diferente a lo que tiene que ser, es, dadas las premisas —las necesidades que rigen el mundo—, ser por tanto o bien ignorante o irracional.
…[Así,] Soy libre solamente si planeo mi vida de acuerdo con mi propia voluntad; los planes implican reglas, y una regla no me oprime o me esclaviza, si me la impongo a mí mismo conscientemente o la acepto libremente, habiéndola entendido, fuese inventada por mí o por otros, suponiendo que sea racional; es decir, que se conforme a la necesidad de las cosas. Entender por qué las cosas tienen que ser como tienen que ser es querer que sean así. El conocimiento libera, no sólo dándonos más posibilidades entre las cuales podamos elegir, sino preservándonos de la frustración de intentar lo imposible. Querer que las leyes necesarias sean diferentes de lo que son, es ser presa de un deseo irracional: el deseo de [que] lo que tiene que ser X también debe ser no X. Ir más lejos y creer que estas leyes son diferentes de lo que necesariamente son es estar loco. Este es el núcleo metafísico del racionalismo… Esta es la doctrina positiva de la liberación por la razón. Sus formas socializadas, aunque sean muy dispares y opuestas, están en el corazón mismo de los credos nacionalistas, comunistas, autoritarios y totalitarios de nuestros días. Puede que en el curso de su evolución se hayan apartado mucho de su entronque racionalista. Sin embargo ésta es la libertad que se defiende en democracias y dictaduras, y por la que se lucha hoy día [1958] en muchos lugares de la tierra».
Expresada así una, al menos parcial, plataforma sobre el término de que nos ocupamos, consideremos otros aspectos importantes dentro de nuestro tema, a saber:
a) Por imperativo de la propia naturaleza humana, tanto la libertad política, como de cualquier índole, debe entenderse no sólo desde la óptica de su manifestación en el plano individual aislado, sino también y fundamentalmente, siguiendo a Mises, de cada individuo en relación con los demás, lo que impone decir al menos unas palabras sobre la Sociedad; asimismo,
b) No sólo la libertad informa el quehacer y las aspiraciones del hombre; la igualdad y la fraternidad (solidaridad) son también metas humanas –ahora, indefectiblemente, relacionales- cuya importancia explícita es fundamentalmente otro de los muchos aportes del pensamiento liberal a la humanidad, expresadas como lema junto a la primera en la propia Revolución Francesa. Igual se puede decir de la justicia. 

II.- LA SOCIEDAD [y la igualdad, la solidaridad y la justicia]

En libro ya concluido que se encuentra a la espera de publicación [15], expresamos:
«[Hablar] de Sociedad envuelve hablar de un conjunto de elementos (individuos, grupos sociales, grupos de presión, de participación política, etc.) de gran variedad y complejidad, que se interrelacionan de forma no siempre conocida o conocible (de allí la definición de compleja) pero con arreglo a determinados procesos, en búsqueda de compartidos objetivos concretos y abstractos que se inordinan en una estructura continente de las variables claves de esa interrelación; y en la que, por la mutua influencia entre estructura y procesos, se va decantando una determinada cultura. 
La Constitución es en sí misma y también como cúspide del resto, la expresión de ese ordenamiento en que se integran Estado y Sociedad. Lo que se traduce en que es la parte de la estructura que juridifica y, así, en tanto esto es posible, determina las relaciones y procesos jurídico-políticos en el seno de la Sociedad [16].
O, en las palabras del Maestro García-Pelayo:
“[P]uesto que estructura significa un sistema de conexiones y relaciones necesarias de las partes entre sí y de éstas con el todo, mediante la cual la pluralidad de las partes componentes se convierte en unidad, es claro que ha de producirse una correlación recíproca, condicionadora y condicionante, entre la constitución y los demás componentes de la estructura total del Estado y de la Sociedad en que está inserta la constitución. Tales componentes pueden ser de muy diversa índole, y los influjos recíprocos tener lugar de modo más o menos inmediato”» [17].
En la anterior definición, llamémosle ‘sistémica’, destaquemos a uno de los componentes constitutivos de la Sociedad y, también, de los sistemas en general: el objetivo. En efecto, una sociedad es tal en tanto que involucra y se dirige a un determinado objetivo; de no ser así, por definición, no es una sociedad. Como congregación humana que finalmente es, cabe partir del acuerdo de que ese objetivo debe ser beneficioso para el conglomerado y para cada uno de sus integrantes; de otra manera  no tendría sentido la conformación de esa sociedad.
«Según los autores que se consulten, tal objetivo varía: la asignación autoritaria de valores a la sociedad; la integración y adaptación de normas jurídicas a los valores de la sociedad; la institucionalización del poder y la participación política; la hegemonía o dictadura de una clase social determinada sobre el resto de la sociedad, etc.»[18]; y ha recibido, en general, la justificación de la “felicidad del hombre”; y, a veces, el nombre también genérico –un tanto menos ambicioso- de bien común o bien social, que –de nuevo- asumimos que podemos usar como una notación compartida.
En lo que difieren las concepciones del mundo que se traducen en posiciones políticas, es en la definición de lo que debe entenderse por bien común (en el sentido de las condiciones que asegurarían aquélla “felicidad”); y/o los medios para alcanzarlo. Aún hay, igualmente, quien critica la sola posibilidad de que en esa determinación se establezca lo que hoy llamaríamos una “imagen objetivo”, un estadio ideal de sociedad al cual tender. Este es el caso, por ejemplo, de Karl Popper, para quien ello no se refiere sino a bienes abstractos, productos de un racionalismo utópico al que no vacila en adjetivar como auto-frustrante [19]; pero, su recomendación para una opción alterna de actuación, más bien cotidiana, no está exenta de una valoración primigenia sobre lo que es deseable que se le preste atención en la vida social como problemas a resolver; ni en contra de los ideales políticos. Antes bien, se refiere a la realización de actividades concretas referidas a la solución de esos problemas, los cuales sólo pueden ser tales en contraste con una imagen de la vida social, distinta de la que se genera por su presencia; es decir: respecto de una imagen ideal.
No es posible que en estas notas nos refiramos al espectro de posiciones sobre el particular, pero sí podemos reseñar que los ideales de la Revolución Francesa (libertad, igualdad, solidaridad), inobjetables para cualquier liberal, son al mismo tiempo integrantes del objetivo social (cotidiano o concreto, si así lo prefieren los seguidores de Popper) del bien común, como medios para su obtención. Esta distinción impone tratarlos siempre en consideración de la esfera dentro de la que se analizan: como fines u objetivos sociales, informarán al telos de la sociedad y, por ende, al de la actividad jurídica; como medios, instrumentalizarán ese objetivo. Lo mismo ocurre con la noción de justicia.
Así pues, una sociedad de hombres libres, iguales, justos y solidarios es un desiderátum o, si se prefiere, una utopía racionalista; para tender a su logro, o para su actualización cotidiana, es necesario que el Estado en que tales hombres –cada uno y en conjunto- se inordinan como sujetos del derecho, actúe mediante mecanismos que lo procuren, puesto que de otra manera cuesta mucho entender para qué podrían querer la existencia de algo como el Estado. En ese ámbito, buenos instrumentos resultarían ser, precisamente, la libertad, la igualdad, la justicia y la solidaridad; y ya que hablamos antes de Constitución, conjugando esos mecanismos se construye otro (aún más instrumental) que, a su vez, viabiliza a éstos: el Derecho.
A poco que se reflexione sobre el tema de la igualdad en referencia con la libertad, surgirán las trabas que suponen las desigualdades entre los seres humanos y, naturalmente, su repercusión en las relaciones entre ellos. Igualmente la solidaridad supone la existencia de un estado de cosas indeseado para alguien, a quien ofreceríamos ayuda, respaldo y/o protección para superarlo (pudiéramos incluir para sobrellevarlo, pero naturalmente, si tal estado de cosas es indeseable, la solución es que deje de ser, tornarlo en uno mejor).
Sobre las diferencias físicas, naturales o biológicas, no nos detendremos, no porque no requieran atención, sino porque las asumimos como aquéllas diferencias que no tienen repercusión sobre la libertad. En efecto, como antes reprodujimos, no es falta de libertad no volar como un águila, ni no nadar como una ballena.
Por supuesto, no es este enfoque nuestro el mismo de los Friedman, quienes para matizar el concepto de igualdad de oportunidades se refieren a que «un niño nace ciego, otro con vista» [20]. Tal limitación física, insistimos,  no es de la índole de las que afectan la libertad, y de que es un pésimo ejemplo, pueden dar fe Andrea Bocelli, Ray Charles, Steve Wonder o José Feliciano; entre los invidentes que han alcanzado fama y de su realización personal somos testigos todos. Así pues, un invidente muy probablemente no se destacará en el tiro con arco, pero en ello no estará involucrada su libertad; eso no invalida, en cambio, su posibilidad de realizar con éxito otras actividades, a menos que no encuentre la oportunidad.
«Ni el nacimiento ni la nacionalidad, color, religión o sexo, ni cualquier otra característica irrelevante deben determinar las oportunidades que se abren a una persona; sólo debe hacerlo su capacidad» [21], corrigen los Friedman, luego de haber, no obstante, sentenciado que: «Está claro que al nacer [los hombres] no tienen ante sí oportunidades idénticas y no hay modo de igualarlas. Del mismo modo que la igualdad personal, la de oportunidades no ha de ser interpretada literalmente» [22].
Contrario a lo que puede parecer a simple vista, los autores citados no caen en contradicción y, si bien no compartimos en general su visión ni la forma de aproximarse a este tema, no podemos más que estar de acuerdo con lo esencial de su apreciación. Si bien no existe posibilidad fáctica de proveer una identidad en las oportunidades que se desplegarán a cada hombre en el transcurso de su vida, no obstante y a su decir, que compartimos, es necesario generar condiciones para que tales oportunidades sean sólo determinadas por sus distintas capacidades. De esta manera, sus diferencias no se traducirán en distinta libertad.
Ahora bien, verificar la existencia de diferencias individuales, per se, no tiene mérito alguno: es simplemente un dato de la realidad. El principio liberal (o, con sus diferencias, el platónico) de división del trabajo y la máxima marxista “de cada quien según sus capacidades”, parten todos de esta constatación. Pero decir que sólo la capacidad de los hombres debe determinar sus oportunidades (en otras palabras: asumir esas diferencias y darles un tratamiento justo y humano) como aseguran los Friedman, nos obliga a buscar respuestas más allá de lo individual, donde siempre estarán presentes las diferencias, afortunadamente.
Cambiando de nivel, entonces, siempre en relación con la igualdad de oportunidades, encontramos otras diferencias cuya presencia ya no es tan afortunada: las diferencias sociales; o, si se prefiere una óptica individualista, las diferencias de cada individuo respecto de los demás, en relación con su posicionamiento en la sociedad.
Veamos algunos desarrollos de autores liberales sobre el tema, sin incluir los determinismos, de por sí, no liberales (al menos, queremos pensar esto), ni –definitivamente- respetables, cuando se refieren a asuntos como la raza o la geografía [23].
Por lo que se refiere al llamado darwinismo social, podemos citar, desde luego, a Spencer [1820-1903], para quien a la sociedad [la cual veía como un organismo] debe dejarse se manifieste según las “leyes naturales”, por lo que no sólo la regulación en general -tanto más en materia económica- es intrínsecamente mala e indeseable, sino que hasta la caridad, pública o privada, es una forma de intervención social criticable, en tanto que aumenta el número de individuos que no contribuyen al desarrollo de la sociedad. Tal como ocurre con los animales que viven en estado salvaje, los individuos que no pueden adaptarse a las condiciones de su existencia natural, mueren antes que los otros y tienen menos posibilidades de reproducirse y ésta es la deseable evolución de la sociedad según la perfección de la naturaleza.
Si acaso a algún lector se le ha dibujado la sonrisa condescendiente de quien lee algo vetusto y superado, comete un error: lo anterior no es –salvo en matices- muy distinto de lo propuesto por otros liberales hoy día. Por ejemplo, en internet, en el Blog ‘Black Box’ de la Central American Business Intelligence (CABI - Guatemala), puede encontrarse una definición atribuida a Barry Ritholtz, trader y analista, [dudamos que se trate del autor de “Bailout Nation” y del Blog “The Big Picture”], seguramente abogando por la desregulación total de la economía y el Estado mínimo, publicada con regocijo por uno de los administradores del Blog, Paulo De León, como la mejor definición de capitalismo que ha encontrado; y generadora de una –según su propio decir- desacostumbrada polémica, reacción que le causa una gran sorpresa. El portento de definición es:
“El rol del mercado (capitalismo) es recolocar [24] recursos del ignorante al inteligente, del perezoso al trabajador y estudioso, del ingenuo al educado y del apostador al inversionista”.
Más allá de confundir capitalismo con mercado, lo que la definición transcrita -tan rudimentaria que casi es infantil- denota, es que para algunas posiciones respecto a la vida social y el desarrollo de la economía (y, por tanto, con impacto también en el ejercicio de la libertad), las anotadas consecuencias no sólo no serían indeseables, sino –por el contrario- propias e incluso demostrativas de la existencia de una eficiente economía de mercado; ésta última, uno de los fines u objetivos del liberalismo.
Ahora bien, tal concepción ha tenido desarrollos nada infantiles, partiendo incluso de esquemas filosóficos distintos. Como ejemplo emblemático encontramos al Objetivismo de Ayn Rand [1905-1982]:
«“Ciertas maldades están protegidas por su propia enormidad”: Hay gente que, leyendo esa cita de Rawls, no podría creer que realmente quiere decir lo que dice. Pero lo hace. No es contra las instituciones sociales contra las que Rawls (y Mr. Cohen) se rebela, sino contra la existencia del talento humano. No contra los privilegios políticos, sino contra la realidad. No contra los favores gubernamentales, sino contra la naturaleza (contra aquellos que «han sido favorecidos por la naturaleza», como si un término como «favor» pudiese ser aplicado aquí). No contra la injusticia social, sino contra el hecho de que algunos hombres nacen con mejores cerebros y hacen mejor uso de ellos que otros. La nueva «teoría de la justicia» exige que los hombres contrarresten la «injusticia» de la naturaleza mediante la institucionalización de la más obscenamente impensable injusticia: De privar a aquellos «favorecidos por la naturaleza» (esto es, las personas con talento, inteligentes, creativas) del derecho al fruto de su trabajo (esto es, el derecho a la vida) y conceder a los incompetentes, los estúpidos, los vagos el derecho al disfrute de bienes que no podrían producir, no podrían imaginar y ni siquiera sabrían qué hacer con ellos»[25].
Como un destacado seguidor de este pensamiento, basado en lo económico en el laissez faire, podemos citar al ex Presidente de la Reserva Federal de EEUU, Alan Greenspan, quien estuvo en ese cargo por más de 18 años.
Aún nos queda por nombrar en esta vertiente a los libertarianos, libertarios o anarcocapitalistas, con Murray Rothbard y Robert Nozick a la cabeza, que, sobre la plataforma de las ideas de Mises, rechazan la existencia misma del Estado y para quienes, también, los impuestos son un robo y la obra de Rawls un objetivo a atacar.
Si bien la relación entre ambas corrientes es de antagonismo, sobre todo desde el objetivismo, y tienen evidentes diferencias, no obstante es obvia también la cercanía conceptual, lo que ha generado división en éste último (como en el caso de David Kelley, expulsado del objetivismo por colaborar con los libertarios y, además, justificar algo como eso en un artículo) y existe hasta un libro sobre la historia del movimiento libertariano en la década de los 60 y principios de los 70, titulado por su autor, Jerome Tuccille, “Usualmente comienza con Ayn Rand”.
Veamos ahora otras (¡¿las?!) posiciones liberales:
Karl Popper:
«Trabajad para la eliminación de males concretos, más que para la realización de bienes abstractos. No pretendáis establecer la felicidad por medios políticos. Tended más bien a la eliminación de las desgracias concretas. O, en términos más prácticos: luchad para la eliminación de la miseria por medios directos, por ejemplo, asegurando que todo el mundo tenga unos ingresos mínimos. O luchad contra las epidemias y las enfermedades creando hospitales y escuelas de medicina. Luchad contra el analfabetismo como lucháis contra la delincuencia. Pero haced todo esto por medios directos. Elegid lo que consideréis el mal más acuciante de la sociedad en que vivís y tratad pacientemente de convencer a la gente de que es posible librarse de él. Pero no tratéis de realizar esos objetivos indirectamente, diseñando y trabajando para la realización de un ideal distante de una sociedad perfecta… No permitáis que vuestros sueños de un mundo maravilloso os aparten de las aspiraciones de los hombres que sufren aquí y ahora. Nuestros congéneres tienen derecho a nuestra ayuda; ninguna generación debe ser sacrificada en pro de generaciones futuras, en pro de un ideal de la felicidad que nunca puede ser realizado. En resumen, mi tesis es que la miseria humana es el problema más urgente de una política pública racional, y que la felicidad no constituye un problema semejante… De hecho, y no es un hecho muy extraño, no presenta grandes dificultades llegar a un acuerdo en la discusión acerca de cuáles son los males más intolerables de nuestra sociedad y acerca de cuáles son las reformas sociales más urgentes. Tal acuerdo puede ser alcanzado mucho más fácilmente que un acuerdo concerniente a una forma ideal de la vida social. Pues los males están en medio de nosotros, aquí y ahora. Se los puede experimentar y, de hecho, los experimentan cotidianamente muchas personas a quienes la miseria, la desocupación, la opresión nacional, la guerra y las enfermedades hacen desdichadas. Aquellos de nosotros que no sufren de esos males, encuentran todos los días a otras personas que nos los pueden describir. Es eso lo que da a los males un carácter concreto, es la razón por la cual podemos llegar a algo al argumentar acerca de ellos, por la cual podemos aprovechar aquí la actitud de razonabilidad. Podemos aprender mucho oyendo aspiraciones concretas, tratando pacientemente de evaluarlas de la manera más imparcial que podamos y reflexionando acerca de los modos de satisfacerlas sin crear males peores» [26].
Isaiah Berlin:
«Es verdad que ofrecer derechos políticos y salvaguardias contra la intervención del Estado a hombres que están medio desnudos, mal alimentados, enfermos y que son analfabetos, es reírse de su condición; necesitan ayuda médica y educación antes de que puedan entender qué significa un aumento de su libertad o que puedan hacer uso de ella. ¿Qué es la libertad para aquellos que no pueden usarla? Sin las condiciones adecuadas para el uso de la libertad, ¿cuál es el valor de ésta? Lo primero es lo primero. Como dijo un escritor radical ruso del siglo XIX, hay situaciones en las que las botas son superiores a las obras de Shakespeare; la libertad individual no es la primera necesidad de todo el mundo. Pues la libertad no es la mera ausencia de frustración de cualquier clase; esto hincharía la significación de esta palabra hasta querer decir demasiado o querer decir muy poco. El campesino egipcio necesita ropa y medicinas antes que libertad personal, y más que libertad personal, pero la mínima libertad que él necesita hoy y la mayor cantidad de la misma que puede que necesite mañana, no es ninguna clase de libertad que le sea peculiar a él, sino que es idéntica a la de los profesores, artistas y millonarios.
A mí me parece que lo que preocupa a la conciencia de los liberales occidentales no es que crean que la libertad que buscan los hombres sea diferente en función de las condiciones sociales y económicas que éstos tengan, sino que la minoría que la tiene la haya conseguido explotando a la gran mayoría que no la tiene o, por lo menos, despreocupándose de ella. Creen, con razón, que si la libertad individual es un último fin del ser humano, nadie puede privar a nadie de ella, y mucho menos aún deben disfrutarla a expensas de otros. Igualdad de libertad, no tratar a los demás como yo no quisiera que ellos me trataran a mí, resarcimiento de mi deuda a los únicos que han hecho posible mi libertad, mi prosperidad y mi cultura; justicia en su sentido más simple y más universal: estos son los fundamentos de la moral liberal»[27].
Así, Isaiah Berlin, liberal judío, plantea problemas que podríamos emparentar con los enfocados en Rerum Novarum, Quadragésimo Anno, o Centesimus Annus, para citar a la llamada Doctrina Social de la Iglesia Católica; o, en otra acera, con los que dieron origen a una interpretación materialista de la historia, la sociedad y el Poder y, por esa vía, a todos los socialismos. En ese tránsito Berlin utiliza una expresión que él mismo critica unas líneas después y que al suscrito, no obstante, le parece genial: igualdad de libertad (una construcción así le sirve de base a John Rawls en su Teoría de la Justicia). Naturalmente, no me parece genial la construcción que con prácticamente las mismas palabras (la ley de igual libertad) ha dado origen a los denominados “libertarios” y a los anarco-liberales, a raíz de las ideas de Herbert Spencer, que la establecen sobre la base de una observación relacional. En otras palabras, la interpretación que quiero poner de relieve es que la esencia del principio de libertad (en sí) es el mismo para todos los hombres y debía estar a su disposición con las mismas características ontológicas (que, subrayo, no necesariamente materiales o empíricas). Y a tal reflexión la sitúa Berlin como participante de los fundamentos de la moral liberal.
Por su parte, Popper también enfoca temas de justicia social e igualdad, como objetos de política pública, aquí y ahora.
Pero tenemos más. Recordando los ideales de la Revolución Francesa y que tales no fueron sino la expresión política de la burguesía para el acceso al poder acaparado por la aristocracia, veamos ahora lo que nos comenta, con su inconfundible belleza de lenguaje, en esta larga cita, otro liberal emblemático: Alexis De Tocqueville:
«Cuando un artesano se entrega de un modo exclusivo y constante a la fabricación de un solo objeto, acaba por desempeñar este trabajo con destreza singular; pero pierde al mismo tiempo la facultad general de aplicar su espíritu a la dirección del trabajo: cada día se hace más débil y menos industrioso, y puede decirse que el hombre se degrada en él a medida que el obrero se perfecciona… sus ideas se encuentran detenidas en el objeto diario de sus labores; su cuerpo ha contraído ciertos hábitos fijos de los que ya no puede desprenderse; en una palabra, no pertenece ya a sí mismo sino a la profesión que ha escogido… una teoría industrial más poderosa que las costumbres y las leyes lo ha ligado a un oficio… Ella misma le asigna en la sociedad un puesto del que no puede separarse y, en medio del movimiento universal, lo ha hecho inmóvil. A medida que el principio de la división del trabajo experimenta una aplicación más completa, el obrero viene a ser más débil, más limitado y más dependiente. El arte progresa y el artesano retrocede…  Así pues, al mismo tiempo que la ciencia industrial rebaja incesantemente a la clase obrera, eleva la de los maestros y directores. Mientras que el obrero reduce más y más su inteligencia al estudio de un solo detalle, el dueño extiende su vista sobre un conjunto más vasto y su espíritu se ensancha a medida que el del otro se estrecha: muy pronto el segundo no necesita más que la fuerza física sin la inteligencia, mientras que el primero tiene siempre necesidad de la ciencia y casi del ingenio, para tener buen éxito. El uno se parece cada vez más al administrador de un vasto imperio y el otro a un bruto. El amo y el obrero no tienen nada de semejante y cada día difieren más: son como los dos anillos finales de una cadena. Cada uno ocupa el puesto que le está destinado, del cual no sale jamás. El uno se halla en relación de dependencia continua, estrecha y necesaria con el otro, y parece nacido para obedecer, como éste para mandarLas pequeñas sociedades aristocráticas que constituyen ciertas industrias en medio de la inmensa democracia de nuestros días, encierra, como las grandes sociedades aristocráticas de los antiguos tiempos, a algunos hombres muy opulentos y a una multitud muy miserable. Estos pobres tienen pocos medios de salir de su condición y hacerse ricos… El dueño de una fábrica no pide al obrero sino su trabajo, y éste no espera de aquél sino su salario… La aristocracia territorial de los siglos pasados estaba obligada por la ley, o se creía obligada por las costumbres, a ir en auxilio de sus servidores y a aliviar sus miserias; pero la aristocracia manufacturera de nuestros días, después de haber empobrecido y embrutecido a los hombres de que se sirve, los abandona en los tiempos de crisis a la caridad pública para que los mantenga… Sea lo que fuere, pienso que la aristocracia industrial que vemos surgir ante nuestros ojos es una de las más duras que haya podido aparecer sobre la Tierra… éste es el lado hacia donde los amigos de la democracia deben dirigir con más inquietud su atención, porque si la desigualdad permanente de las condiciones y la aristocracia penetran de nuevo en el mundo, se puede predecir que lo han de hacer por esa puerta» [28].
Creo que este boceto situacional de De Tocqueville evidencia que, puestos a escoger entre la opresión del Estado y la de particulares, no hay opresión que pueda ser escogida. Pudiéramos seguir citando autores liberales sobre este tema, pero consideramos que lo anterior es completamente suficiente.
Ahora bien, la constatación de esas diferencias sociales y de su influencia perjudicial al hombre mismo y a la sociedad, es un primer paso; importante, puesto que no siempre esto se reconoce y con ello se potencian los peligros sobre el régimen democrático –como se expresara también respecto de los desarrollos de la idea de libertad positiva- tanto desde la “derecha”, como desde la “izquierda”; pero sólo un primer paso. El segundo es agenciar la vía para superar esa situación.
En cuanto al primer aspecto, el reconocimiento de las diferencias, digamos que:
«En efecto, al interior de la sociedad se encuentran una diversidad de actores, que tienen formalmente iguales derechos políticos, civiles, económicos y sociales, pero que se comportan, expresan, deciden, comparten, entran en conflicto, cooperan, en fin, viven, de formas igualmente múltiples y variadas. Dentro de y acorde con esa variedad, se aproximan a la idea del Estado (con una forma de gobierno democrática, cual es una de las características definitorias de las fronteras de este estudio, expresadas en el acápite anterior) desde una gama inmensa de posibilidades que van desde la más absoluta indiferencia hasta la más pugnaz oposición al Estado (incluso por causa de su forma de gobierno, objetivación del Poder como uno de sus elementos constitutivos), pasando por las críticas y apoyos, más o menos intensos, tanto al Estado en sí mismo como al funcionamiento de todas o alguna de las Ramas del Poder Público. El reconocimiento de tal diversidad es la base del pluralismo en general y, más particularmente, del pluralismo político que nos hemos propuesto analizar, cuando lo situamos en este enfoque de los asuntos públicos que hacen al gobierno del Estado en sentido amplio; puesto que hemos dicho también que la política atañe al Poder, al gobierno del Estado lato sensu.
Este reconocimiento no es para nada un tema superficial y tanto su defensa como su crítica derivan cada una en la asunción de una determinada posición frente al sistema político mediante el cual se resuelve el acceso a y el mantenimiento en el poder de algunos de los integrantes de esa sociedad; y/o de los valores que los animan y comparten. Si se asume la pluralidad, entonces el sistema político deberá nutrirse de ella y presentar a las diversas opciones los canales para expresarse y, en sus casos y modalidades, impondrá compartir el poder. Si de cualquier forma y desde cualquier conjunto de ideas y principios, se piensa en la sociedad (pueblo, nación) como en un todo homogéneo, entonces la presencia de unos (fundamentalmente de aquellos a que pertenece quien opine al respecto), como gobernantes o aspirantes a serlo, envolverá el criterio debido de todos los integrantes de la sociedad, casi siempre en apego a lo que se expresa como laverdad” indiscutible, cuya defensa se verifica en una “batalla” contra quienes no compartan tales ideas y principios (el enemigo) en un juego suma cero»[29].
Como vemos, las diferencias existentes en el seno de la sociedad –y su reconocimiento o no- tienen implicación directa respecto del sistema político mediante el cual se resuelve y actualiza la asunción y mantenimiento del Poder, siendo el pluralismo político otro aporte determinante del pensamiento liberal a la humanidad; por lo que, antes de pasar a considerar el segundo aspecto señalado, es necesario comentar al menos someramente un punto que reviste igualmente una gran importancia en lo referido a la libertad y sin el que la consideración de aquél sería irremediablemente insubstancial: la noción de estatus [30] en la advertencia de Berlin:
«Puede que no me sienta libre en el sentido de no ser reconocido como un ser humano individual que se gobierna a sí mismo; pero puede que tampoco me sienta libre en cuanto que sea miembro de un grupo no reconocido o no respetado suficientemente; entonces es cuando quiero la emancipación de toda mi clase, comunidad, nación, raza o profesión. Y puedo desearla tanto que, en mi gran anhelo de status, quizá prefiera ser atropellado y mal gobernado por alguien que pertenezca a mi propia raza o a mi propia clase social, por el que, sin embargo, soy reconocido como hombre y como rival —es decir, como un igual—, a ser tratado bien y de manera tolerante por alguien de algún grupo más elevado y remoto, que no me reconoce lo que yo quiero sentir que soy. Esto es lo que hay de fundamental en el gran rito que lanzan tanto los individuos como los grupos que piden su reconocimiento, y en nuestros días, en el que lanzan las clases sociales, las profesiones, las naciones y las razas. Aunque quizá no me den libertad «negativa» los que pertenecen a mi propia sociedad, ellos son, sin embargo, miembros de mi propio grupo, me entienden, como yo les entiendo a ellos, y este entendimiento crea en mí la sensación de ser alguien en el mundo. Este deseo de reconocimiento recíproco es el que lleva a que, los que están bajo las más autoritarias democracias, a veces las prefieran conscientemente a las más ilustradas oligarquías; y algunas veces es la causa de que alguien que pertenece a algún estado asiático o africano recientemente liberado se queje menos hoy día que es tratado con rudeza por miembros de su propia raza o nación, que cuando era gobernado por algún administrador de fuera, cauteloso, justo, suave y bienintencionado. A no ser que se comprenda este fenómeno, se convierten en una ininteligible paradoja los ideales y la conducta de pueblos enteros, que, en el sentido que daba Mill a esta palabra, sufren la privación de los derechos humanos elementales y, con toda apariencia de sinceridad, dicen que gozan de más libertad que cuando tenían estos derechos en más amplia medida.
Sin embargo, no es con la libertad individual, tanto en el sentido «negativo» de esta palabra como en el «positivo», con la que puede identificarse fácilmente este deseo de status y reconocimiento. Es con algo que los seres humanos necesitan no menos profundamente y por lo que luchan de manera apasionada, algo emparentado con la libertad, pero no la libertad misma; aunque lleva consigo la libertad negativa de todo el grupo, está relacionado más estrechamente con la solidaridad, la fraternidad, el mutuo entendimiento, la necesidad de asociación en igualdad de condiciones, todo lo que se llama a veces —pero de manera engañosa— libertad social. Los términos sociales y políticos son necesariamente vagos. El intento de hacer demasiado preciso el vocabulario político puede hacerlo inútil. Pero no es ningún tributo a la verdad debilitar el uso de las palabras más de lo necesario. La esencia de la idea de libertad, tanto en su sentido «positivo» como «negativo», es el frenar algo o a alguien, a otros que se meten en mi terreno o afirman su autoridad sobre mí, frenar obsesiones, miedos, neurosis o fuerzas irracionales: intrusos y déspotas de un tipo u otro. El deseo de ser reconocido es un deseo de algo diferente: de unión, de entendimiento más íntimo, de integración de intereses, una vida de dependencia y sacrificio comunes. Y es sólo el confundir el deseo de libertad con este profundo y universal anhelo de status y comprensión (confundido aún más cuando se identifica con la idea de autodirección social, en la que el yo que ha de ser liberado ya no es el individuo, sino el «todo social») lo que hace posible que los hombres digan que en cierto sentido esto les libera, aunque se sometan a la autoridad de oligarcas o de dictadores»
Creo que, sobre todo para nosotros los venezolanos, lo anterior queda fuera de toda discusión.
En referencia, ahora sí, al segundo aspecto, es decir: la vía para la superación de las diferencias sociales, tanto como ésta sea deseable (o, posible), obviamente, se encuentra el rol del Estado en el tratamiento de esas diferencias. Entendemos que en las páginas anteriores, en palabras de reconocidos autores liberales, ha quedado demostrada tanto la pertinencia de la actuación de éste en el punto que se analiza, como la multiplicidad de categorías o nociones [no he querido llamarlas principios, aún] que inciden en el ser humano y la sociedad en que vive, que sobrepasan con mucho a la de la sola libertad y que son basales para la actuación estatal deseable; por lo que casi no haría falta otro comentario, dentro de esta etapa de aproximación al tema que nos convocó. Pero, igual, los haremos.
Lo primero es recordar que la atención a las condiciones de vida de los más necesitados por parte del Estado, tiene –paradójicamente- antecedentes de defensa y preservación de la explotación, los cuales admiten largamente la adjetivación de cínicos; antecedentes que, con alta probabilidad y el mismo sentido paradójico, influyeron en el marxismo y su construcción sobre la lucha de clases.
Lorenz Von Stein [1846-1851], en su “Historia de los movimientos sociales franceses desde 1789 hasta el presente (1850)”, no sólo introdujo el concepto de “movimiento social” (básicamente, la aspiración de sectores sociales de acceder al o influir en el poder del Estado; lo cual tendría como causa las desigualdades económicas: plataforma de explicación estupenda para el surgimiento del Estado Liberal, régimen propulsado por la burguesía en contra del monopolio del Poder, por parte de la aristocracia, en el Antiguo Régimen; nótese la similitud con el marxismo, sólo cambiando los lugares de la aristocracia por la propia burguesía –como advierte supra De Tocqueville- y, de ésta antes de la Revolución Francesa, por el proletariado), sino también el de “Monarquía Social” (emparentado con las construcciones del Cuarto Poder al estilo de Benjamín Constant).
Observa que la Sociedad ha sido dividida debido a la aparición de clases sociales, las cuales buscan controlar el Estado en función de sus propios intereses. Esto lleva fácilmente a un estado dictatorial (el que representa los intereses de una clase o sector sobre los de otros) impuesto a través de una revolución. La solución, en su opinión, no es otra revolución, que sólo implicaría la imposición de los intereses de otra clase por sobre los de la sociedad en su conjunto, sino un Estado que esté por encima de los intereses de todas las clases o sectores sociales. Ese Estado (la "Monarquía Social") actuaría en el interés común, introduciendo las reformas necesarias para evitar desorden y confrontación social y a fin de mejorar la calidad de la vida de las clases "bajas", evitando así, según sus palabras, "el proceso de las clases que buscan ascender socialmente".
La anterior referencia la hacemos para relievar algo que la constatación empírica ha demostrado hasta la saciedad, por lo que lo consideramos exento de prueba: la actividad prestacional del Estado, el “intervencionismo”, no necesariamente involucra un cambio en las relaciones de producción, ni en las de acceso al y mantenimiento del Poder; y, de hecho, apareció en la teoría y filosofía políticas, como una forma de evitarlo [31].
Asentado lo anterior, que si fuera sorpresivo, lo será para pocos y en poca medida, aún es posible dar (estimo) una verdadera sorpresa. Veamos esta cita:
«Un individuo jamás debe preferirse a sí mismo tanto o más que a otro individuo de forma que ofenda o hiera a este otro en beneficio propio, aunque la ventaja del primero fuese muy superior al detrimento o daño del segundo… El individuo sabio y virtuoso está siempre dispuesto a que su propio interés particular sea sacrificado al interés general de su estamento o grupo. También está dispuesto en todo momento a que el interés de ese estamento o grupo sea sacrificado al interés mayor del Estado, del que es parte subordinada. Debe por tanto estar dispuesto a que todos esos intereses inferiores sean sacrificados al mayor interés del universo, al interés de la gran sociedad de todos los seres sensibles e inteligentes, de los que el mismo Dios es inmediato administrador y director».
Tan preclara visión, en la que obviamente el Estado es la representación y objetivación del bien común, es de Adam Smith, en su Teoría de los Sentimientos Morales (1759; págs. 261 y 421), cuya expresión de la “mano invisible” del mercado ha sido tan manida.
Destacamos que en las anteriores páginas los autores citados (admirablemente, aún en la fecha pre revolución francesa del aserto de Smith),  no se han referido a cualquier actuación del Estado en la sociedad. En rigor, salvo los anarquistas de distinto signo, hay hoy un unánime acuerdo en la pertinencia de su existencia y en el despliegue de su actividad, por lo que siempre es posible una banalización de lo antes expuesto del tipo: “nadie lo ha negado”.
No; las opiniones reseñadas, a diferencia de las nociones de Estado mínimo y desregulación del temprano Estado Liberal de Derecho, revitalizadas en el último tercio del siglo pasado (aunque con desarrollos teóricos algo anteriores), se enfocan fundamentalmente en dos (2) aspectos a los que el Estado debe prestar atención:
1) Las necesidades de la población, lo que envuelve al marco de la actividad económica; y
2) Las condiciones básicas para el desarrollo humano que incluyen las que permitan un acceso, si no igual, sí igualitario a las oportunidades; que comprende al anterior, pero lo trasciende.
Ello, con base en una doble plataforma insoslayable:
a) La legitimidad del Estado y sus autoridades, de nuevo, en un sistema democrático, es hoy resistente a la idea de aristocracia (cuya forma degenerada o corrupta, Polibio llamó oligarquía), tanto más si ella conduce a la  plutocracia; y
b) El Estado tiene la obligación de actuar en tal sentido (sobre esto volveremos) y los individuos la de aceptarlo, siempre con el límite de los derechos fundamentales.
Como lo señala Luigi Ferrajoli, en el Estado Social se genera un cambio en los factores de legitimidad del Estado, pues:
« [Mientras] el estado de derecho liberal debe sólo no empeorar las condiciones de vida de los ciudadanos, el estado de derecho social debe también mejorarlas; debe no sólo no representar para ellos un inconveniente, sino ser también una ventaja. Esta diferencia va unida a la diferente naturaleza de los bienes asegurados por los dos tipos de garantías. Las garantías liberales o negativas basadas en prohibiciones sirven para defender o conservar las condiciones naturales o pre-políticas de existencia: la vida, las libertades, las inmunidades frente a los abusos de poder, y hoy hay que añadir, la no nocividad del aire, del agua y en general del ambiente natural; las garantías sociales o positivas basadas en obligaciones permiten por el contrario pretender o adquirir condiciones sociales de vida: la subsistencia, el trabajo, la salud, la vivienda, la educación, etcétera. Las primeras están dirigidas hacia el pasado y tienen como tales una función conservadora; las segundas miran al futuro y tienen un alcance innovador» [32].
Así pues, las aproximaciones políticas –y su correlato jurídico- a la necesidad de la intervención del Estado para la generación y consolidación de condiciones idóneas de vida y de relación de los hombres al interior de la sociedad, han sido abordadas desde Von Stein a Forsthoff; desde Smith a Stiglitz, Rawls y Ferrajoli; desde Marx, Engels y Lenin, a Bernstein, Kautsky, Betancourt y Haya de la Torre; y, por supuesto, por la Doctrina Social de la Iglesia Católica.
Obviamente, tal idea aún tiene detractores. Pero la polémica debería atenuarse en nuestros días –vamos, es sólo mi optimismo-, sobre todo, después de las conclusiones de Stiglitz sobre información asimétrica y selecciones adversas –en el sentido de Pareto- en los mercados, que le hicieran merecedor del Premio Nobel de Economía (con George A. Akerlof y Michael Spence):
«Cuando los mercados están incompletos y/o la información es imperfecta (lo que ocurre prácticamente en todas las economías, incluso en un mercado competitivo), el reparto no es necesariamente Pareto eficiente. En otras palabras, casi siempre existen esquemas de intervención gubernamental que pueden inducir resultados Pareto superiores, beneficiando a todos» [33].
Que debe combinarse con el teorema de Sappington-Stiglitz [34]: un gobierno ideal podría actuar mejor al dirigir una empresa por sí mismo que a través de la privatización.
Dejemos a la ciencia económica sus propias batallas y enfoquémonos en lo jurídico, tan brevemente como frente a la extensión permisible en estas notas, lo exige el largo –creemos que, sin embargo, necesario- desarrollo introductorio anterior.

III.- LO JURÍDICO

Hemos estado hablando sobre los derechos fundamentales más controvertidos entre sí: la libertad y la igualdad. Hemos repasado algunas de las ideas generales que acerca de ellos han sido expresadas por distintos autores; y, en el fondo, es el desacuerdo en su consideración lo que subyace en las posiciones cuyo intercambio motivaron estas páginas. Pero anunciamos también un breve análisis jurídico. Para ello, sin duda, debemos tomar en cuenta esta característica suya de ser derechos fundamentales, para ubicarlos en forma general dentro del universo jurídico al que pertenecen y extender, si es posible, desde ellos, el análisis a la cláusula constitucional del Estado Social.
Primero, lo primero. Según Böckenförde, una teoría constitucional y, con ello, una teoría de los derechos fundamentales "es sólo posible como teoría constitucional contenida expresa o implícitamente en la Constitución, e inferible con medios racionales de conocimiento del texto constitucional y de la génesis de la Constitución"[35].
Si bien en un esbozo general, puesto que la extensión de este escrito no permite más, es éste otro de los límites de estas notas: la Constitución venezolana de 1999.
En razón de los particulares senderos por los que ha discurrido el debate en que intervenimos, juzgo oportuno comentar lo siguiente: Es muy válido oponer razones y visiones críticas frente al articulado constitucional que hoy nos rige y, en verdad, es además casi que obligante, dadas las múltiples contradicciones, lagunas y gazapos que ella contiene. Sin embargo, ése es el Texto y a él nos debemos remitir tanto para analizarlo a secas, como para criticarlo o elogiarlo.
Por supuesto, quien escribe no considera que la cláusula del Estado Social sea uno de los defectos constitucionales, pero aún si así fuera, la validez de mis reparos, la absoluta pertinencia de mis argumentos y la apasionada vehemencia con que los blanda, no cambiará –en el momento-, ni en un ápice, esa realidad.
Esto que señalo no es un argumento de autoridad, me siento habilitado para decirlo siendo el autor de este escrito que tan lleno de ellos está, como objetivo deliberado y anunciado. Al contrario, en la hipótesis antes expuesta, justamente que ése sea el Texto es lo que generaría mis reparos, argumentos y vehemencia, reitero, perfectamente válidos. En consecuencia, no se puede exponer como argumento de autoridad el fragmento de realidad que está siendo sometido a debate.
Por esta razón, tampoco es dable catalogarlo de tal en la hipótesis contraria, es decir: argumentar que quien también se contraiga a esa realidad para exponer sus ideas, pero esta vez desde un ángulo distinto, esté haciendo algo inválido, una añagaza, un subterfugio, por el solo hecho de mencionarla. Simplemente, tendría el mismo derecho que yo a expresarse sobre un tema que viene dado por la realidad y frente al cual cada quien es libre –aún- de aproximarse según su leal saber y entender.
Así pues, lo que sigue es una aproximación al análisis jurídico general –dogmático- de los derechos fundamentales expresados, libertad e igualdad; y de la cláusula del Estado Social en Venezuela, siguiendo a un muy respetado autor cuya realidad en tal sentido es similar desde el punto de vista del derecho constitucional positivo: Robert Alexy y su conocidísima Teoría de los Derechos Fundamentales de la Ley Fundamental alemana. Veamos:
«El concepto de la libertad jurídica puede ser explicado de dos maneras. Se lo puede presentar como una manifestación especial de un concepto más amplio de libertad, pero se lo puede basar también directamente en el concepto que para él es constitutivo, el de la permisión jurídica» [36].
En efecto, si queremos profundizar un poco respecto de la lógica del derecho a algo, será necesario enfocarse en los llamados enunciados deónticos, basados en los conceptos deónticos de mandato (orden), prohibición y permisión [37].
Como -pensamos que- puede verse fácilmente, cada uno de estos conceptos se refleja de una determinada manera negativa en los otros. Así,
I) Si un individuo “a” es ordenado a hacer algo, obviamente tal conducta no se encuentra prohibida para él, pero al mismo tiempo tampoco le está permitido no hacerlo [nótese la doble negación, en tanto que es lógico que si algo le está ordenado, entonces hacerlo le es permitido].
II) Si alguna conducta está prohibida  para “a”, obviamente no le está ordenado ni permitido ejecutarla [o lo que es lo mismo, le está ordenado no ejecutarla]; y
III) Si una conducta le es permitida, podemos concluir –en la manifestación total del concepto- que tal no le está ordenada ni prohibida.
Sin embargo, para concluir esto último en el llamado rectángulo deóntico, el concepto de permisión debe aparecer dos veces, como, por la misma razón, en la primera de las relaciones anotadas se hizo necesaria una doble negación; ésta es la más elaborada de las implicaciones mutuas señaladas, por permitir presencia parcial de cada uno de los otros conceptos si no se acota o expresa adecuadamente (doblemente) el de permisión. Cuando es, por ejemplo, combinado con la teoría relacional de Wesley Newcomb Hohfeld[38], al convertir una construcción triádica en una diádica, se observa una negación en el objeto del derecho, lo que implica una incompletitud del esquema y denota, precisamente, la señalada necesidad de colocar dos veces el mencionado concepto deóntico, tanto en su versión negativa como positiva. 
¿Y ello por qué? Porque el concepto de permisión puede referirse a un hacer o a un no hacer. Puede ser una permisión positiva, en el primer caso; o negativa, en la segunda. De esta forma, si sólo me estuviera permitido no-hacer, pudiera entenderse que me está prohibido hacer [o, lo que es lo mismo, se me ha ordenado no-hacer]. Si sólo me estuviera permitido hacer, pudiera ser porque así se me ha ordenado [o, lo que es lo mismo, se me ha prohibido no-hacer].
De la conjunción de permisión positiva y permisión negativa, se obtiene una posición que se ha denominado la posición libre.
                                                           Gráfico N° 1


Extraído de Alexy, Robert. Teoría de los Derechos Fundamentales. Pág.201.


Donde los operadores deónticos: ‘O’ se refiere a mandato, orden (to Order); ‘F’ se refiere a prohibición (to Forbid); y ‘P’, a permisión (to Permit), y la conducta impactada por ellos se denota como ‘p’; de la conjunción de conducta y operador deóntico surge la posición de un individuo determinado respecto de determinada conducta. [He repetido aquí la palabra orden que también puse arriba, para clarificar a qué tipo de mandato nos referimos; ahora bien, no aparece así en la obra que comentamos, en la traducción al español de que disponemos; hago la aclaratoria por los distintos significados de la palabra orden que, sin embargo, quedan excluidos por la palabra mandato y viceversa].
Como se ve, entonces y de nuevo, no es suficiente la permisión negativa para el establecimiento de una posición libre [39]. Es necesario que una de las opciones de acción sea, precisamente, actuar.
Esto es importante desde el punto de vista de la libertad, porque:
«La posición de la libertad jurídica no protegida que consiste simplemente en la permisión de hacer algo y en la permisión de omitirlo, no incluye en tanto tal ningún aseguramiento a través de normas y derechos que protejan la libertad. Desde luego, en el caso de libertades no protegidas de rango iusfundamental, ello no significa una falta total de protección… Como se mostrara más arriba, las normas subconstitucionales que prohíben u ordenan algo cuya realización y omisión están permitidas por normas de rango constitucional son inconstitucionales. Sin embargo, la protección iusfundamental de la libertad no se limita a esto. Ella consiste en un haz de derechos a algo y también de normas objetivas que aseguran al titular del derecho fundamental la posibilidad de realizar las acciones permitidas. Si una libertad está vinculada con tales derechos y/o normas, es entonces una libertad protegida» [40].
Ahora bien, la estructura de los conceptos deónticos reseñada arriba aún no refleja la posición de un derecho a algo que es mencionada en el extracto anterior; lo cual es crucial en tanto que la base de la teoría analítica de los derechos de Alexy, es una triple división de las posiciones que han de ser entendidas o designadas como "derechos", en: (1) derechos a algo, (2) libertades y (3) competencias.
Para poder analizar, sobre la base de las modalidades deónticas presentadas, el concepto del derecho a algo y su relación con otros conceptos, hay que llevar a cabo una modificación de esos conceptos que es fundamental para la teoría de los derechos subjetivos: hay que conferirles un carácter relacional; es decir, frente a la posición de un individuo determinado respecto de una conducta, se debe relacionar la posición de otro, tanto respecto de aquél, como de la conducta de que se trate.
Así, Alexy concibe los derechos a algo como relaciones triádicas entre un  titular (a), un destinatario (b) y un objeto (G); nótese que ahora, en lugar de conductas hablamos de objeto; pero ello no implica cambio alguno, puesto que si tradujéramos ‘objeto’ por ‘bien’ –que no es la intención del autor que comentamos, sino la de objeto del derecho-, de todas maneras la relación jurídica de los individuos con respecto a los bienes (por ejemplo, a través del derecho de propiedad), en realidad se refiere a un elenco de conductas frente a otros individuos y viceversa, a partir del dato de la existencia de ese bien. En todo caso, aquí no nos referimos a objeto en cuanto bien, sino como objeto del derecho.
La clave para el análisis de la correspondencia entre derecho y deber es que la relación triádica de los derechos, es lógicamente equivalente a una relación triádica del deber o del mandato

De:
(1) a tiene frente a b un derecho a que b lo ayude
se sigue:
(2) b está obligado frente a a, a ayudar a a,

La fórmulas (1) y (2) expresan una visión relacional; en el caso de la (2) la de una obligación relacional. Por el contrario,
(3) b está obligado a ayudar a a

expresa una obligación no-relacional. El que exista esta obligación no significa que a tenga frente a b un derecho a una ayuda. Puede suceder que nadie o que algún tercero tenga derecho a ello. Esta obligación no-relacional puede expresarse a través de:

(4) OG
 
Como se ve, absolutamente idéntica a la de Op que aparece supra en el cuadro; pero, en este caso, ‘O’ denota obligación, deber, coincidentemente equivalente a una orden de ayudar a a; sin embargo, pudiera tratarse de una prohibición Fp, e igual configurar una obligación, un deber, expresable mediante OG. Por ello es importante no confundir los operadores deónticos por la notación.
Continuando, tenemos que en cambio, a la obligación relacional expresada por (2) hay que darle la siguiente forma:
(5) ObaG

"O" en esta fórmula es un operador triádico que expresa una modalidad deóntica relacional. Si denotamos con ‘D’ la otra vertiente de la relación, es decir, el derecho, el que:

(6) DabG

sea equivalente a (5) expresa que los enunciados sobre derechos a algo y los enunciados sobre obligaciones relacionales describen lo mismo, una vez desde la perspectiva de a [el titular del derecho] y otra desde la perspectiva de b [el obligado]. 

«Los enunciados sobre obligaciones no-relacionales como (4), son enunciados que ignoran el aspecto relacional. No deben ser confundidos con enunciados sobre obligaciones que existen con respecto a cada cual. Estos últimos no ignoran el aspecto relacional sino que lo contienen en su forma más fuerte. Las obligaciones que ellos expresan pueden ser llamadas "obligaciones relacionales absolutas". La discusión moderna sobre las relaciones jurídicas ha sido esencialmente estimulada e influenciada por Wesley Newcomb Hohfeld con el trabajo "(Some) Fundamental Legal Conceptions as Applied Judicial Reasoning" publicado en dos partes, en los años 1913 y 1917. Según Hohfeld, existen ocho "strictly fundamental legal relations… sui generis". Las designa con las expresiones "right", "duty'', "no-right'', “privilege”,  "power ", "liability ", "disability" e "immunity". Las cuatro primeras se refieren al ámbito de los derechos a algo: las cuatro últimas, al ámbito de las competencias» [41].
Desde este punto de vista relacional de los “derechos a algo”, ya la libertad que estamos analizando se nos hace más clara. No sólo se trata de que ‘a’ ostente una posición libre, en que tanto hacer como no-hacer no le esté ni ordenado ni prohibido, sino que además no pueda ser estorbado (ni impedido, ni obstaculizado) en esa situación por otros. Pero este tipo de posiciones son tan importantes por sí solas que Alexy las reúne en una categoría aparte. Eso nos permite analíticamente pasar a la siguiente posición que puede ser denominada como “derecho”: las libertades.
«Si los obstáculos a la acción son acciones positivas de impedimento por parte de otros, especialmente del Estado, se trata entonces de la libertad negativa en sentido estricto o libertad liberal. Existe una libertad negativa en sentido estricto, liberal, cuando se omiten acciones positivas de impedimento. El caso de libertad liberal definible con mayor precisión es el de la libertad jurídica. Una libertad jurídica consiste en el hecho de que está permitido tanto hacer como no hacer algo. Este es justamente el caso cuando algo no está ni ordenado ni prohibido. La libertad negativa en sentido amplio va más allá de la libertad negativa en sentido estricto, es decir, la libertad liberal. Ella incluye la libertad liberal pero, abarca también cosas tales como la libertad socio-económica, que no existe en la medida en que situaciones económicas deficitarias impiden al individuo la utilización de alternativas de acción» [42].
«De acuerdo con lo hasta ahora dicho, la libertad positiva y la  negativa se diferencian sólo porque en la libertad positiva el objeto de la libertad es exactamente una acción [la debida], mientras que en la libertad negativa consiste en una alternativa de acción. Estos conceptos de la libertad positiva y negativa no coinciden en todos los aspectos con el uso habitual del lenguaje. El concepto de la libertad negativa aquí acuñado es más amplio y el de libertad positiva más estrecho que el habitual. El ejemplo de [un] viaje lo pone claramente de manifiesto. El objeto de la libertad es alternativa de acción de viajar o no viajar. De los muy diferentes obstáculos con los que puede verse enfrentada una persona ‘a con respecto a esta alternativa de acción, habrán de interesar aquí solamente dos. El viaje le puede estar prohibido jurídicamente a ‘a’ pero, también puede suceder que no le sea posible viajar por falta de dinero. En el primer caso existe una no-libertad jurídica; en el segundo, una no-libertad económica. Pero, ambos casos caen bajo el concepto de libertad negativa aquí presentado.
En cambio, según un uso muy difundido, sólo la libertad jurídica debería ser llamada "libertad negativa". La económica podría ser catalogada, cuando más, como libertad positiva. La distinción usual tiene su justificación. Para que ‘a’ pueda pasar de su situación de no-libertad económica a una situación de libertad económica, tiene que obtener o adquirir algo. Si la transformación de la situación de no-libertad económica en una situación de libertad económica ha de llevarse a cabo a través de una forma jurídicamente garantizada por el Estado, entonces puede otorgársele un correspondiente derecho a prestaciones por parte del Estado, es decir, un derecho a una acción positiva del Estado. En cambio, para la creación de una situación de libertad jurídica, se requiere tan sólo una omisión del Estado, es decir, una acción negativa. Para asegurar la libertad jurídica no se requiere ningún derecho a prestaciones sino sólo un derecho de defensa» [43].
Destacamos que Alexy, haciendo conversiones sucesivas en el desarrollo del despeje del concepto de la libertad jurídica, lo reduce a una libertad negativa aún para lo que consideraríamos una libertad positiva y construye una base teórica (asimilando a “acción” tanto la actuación como la omisión) para un derecho general de libertad, que, como derecho general, es asimilable a un principio de libertad. Igualmente, concluye en que la libertad, como haz de derechos, ya no en forma  de derecho general sino “individualizada”, es clasificable [digamos, adjetivable] según la opción de actuación [derecho] de que se trate, lo que da basamento dogmático a la intuitivamente captable demarcación de “las libertades cívicas”: Libertad de asociación, Libertad religiosa, Libertad de circulación, Libertad de enseñanza, Libertad de empresa,  Libertad de expresión, Libertad de reunión, Libertad de pensamiento, Libertad de prensa, Libertad sexual, Libertad de procreación, Libertad de imprenta, Libertad para el desarrollo de la personalidad y, si es posible, etcétera.
Ahora bien, como dijimos arriba, en el elenco de las posiciones jurídicas que pueden ser denominadas “derechos” nos encontramos tres áreas diferenciadas: los ya vistos derechos a algo y las libertades; pero tenemos –además- las competencias, que se definen como la capacidad-potestad de generar efectos jurídicos en la esfera de otro, incluyendo al Estado. Como es obvio, las competencias son de contenido positivo y en ellas se incluye la de actuar en juicio.
«Los derechos a algo y las libertades constituyen sólo un segmento de las posiciones que son llamadas "derechos". Un tercer grupo no menos importante está constituido por las posiciones que pueden ser  designadas con expresiones tales como "poder" o “poder jurídico” ("power"), "competencia" ("competence"), "autorización", "facultad", "derecho de configuración" y "capacidad jurídica". Las posiciones que pertenecen a este grupo serán llamadas aquí "competencias"… Lo que es común a estos casos es el hecho de que, a través de determinadas acciones de quienes poseen competencia, se modifica la situación jurídica. La modificación de una situación jurídica través de una acción puede ser descrita de dos maneras: como imposición de normas individuales o generales, que no serían válidas sin esta acción, y también como modificación de las posiciones jurídicas de los sujetos jurídicos que caen bajo estas normas» [44].
El concepto de competencia es distinto del de permisión. Desde luego, una acción que constituye el ejercicio de una competencia está, por lo general, permitida, pero la realización de una acción simplemente permitida no constituye el ejercicio de una competencia; esto puede apreciarse en el hecho de que existen numerosas acciones permitidas que no traen consigo ninguna modificación de la situación jurídica. Pero, además, pudieran coexistir competencia y prohibición; el ejemplo clásico es el del matrimonio según nuestro ordenamiento jurídico actual: usted tiene competencia para modificar su posición jurídica y de otra persona casándose, pero está prohibido hacerlo con personas del mismo sexo; su vida sexual y la persona con quien elija formar pareja es asunto suyo, pero para trascender esa relación a la generación de consecuencias jurídicas existe una prohibición, que –no obstante- deja incólume su competencia en caso de ajustarse al campo de acción que permite la prohibición. En este caso se trata de una prohibición relativa, que impide el ejercicio de la competencia respecto sólo de una determinada categoría de sujetos del derecho. Frente a una prohibición absoluta, aún es posible el ejercicio de una competencia, dadas ciertas condiciones que permitan diferenciar el ejercicio de la competencia de la intrusión en el campo de la prohibición.  
«[Las] acciones que constituyen ejercicios de competencia son acciones institucionales. Acciones institucionales son aquéllas que pueden ser realizadas no sólo sobre la base de capacidades naturales sino que presuponen reglas, para ellas constitutivas...Las competencias agregan, como lo formula Jellinek, "a la capacidad de acción del individuo algo [...] que no posee por naturaleza." El individuo puede mantener la relación sexual que quiera pero, ella se convierte en matrimonio sólo bajo las condiciones establecidas por el derecho objetivo; puede tomar las decisiones que quiera para después de su muerte pero, ellas se elevan a la categoría de testamento sólo sobre la base de disposiciones jurídicas. Aquí tiene sus límites la libertad natural. Pues todas las disposiciones que se refieren a la validez de las acciones y negocios jurídicos estatuyen un poder hacer (konnen) jurídico expresamente conferido por el ordenamiento jurídico. Este poder se encuentra en abierta oposición con lo meramente permitido…»
En otro orden de ideas, es necesario destacar que el criterio de la modificación de la situación jurídica es adecuado para la distinción entre competencia y permisión, pero no lo es para la distinción entre poder hacer fáctico y competencia. No toda acción a través de la cual se introduce una modificación de posiciones jurídicas puede ser considerada como ejercicio de una competencia:
«Si a realiza con respecto a b una acción delictiva, se modifica tanto la posición de a como la de b. A partir de ese momento, a está obligado frente a b a compensarle los daños y b tiene, desde ese momento, el correspondiente derecho frente a a. Sin embargo, la realización de una acción delictiva no es considerada como el ejercicio de una competencia. Una competencia es una posición conferida por una norma de competencia».
Hemos visto, entonces, someramente, las tres posiciones con respecto a “derechos” que son posibles dentro del modelo de derechos fundamentales de Alexy: los derechos a algo, las libertades y las competencias. Los derechos a algo y las libertades pueden existir sin unirse a una competencia, como resulta evidente, pero naturalmente la posición jurídica de mayor fortaleza es cuando las tres se entrecruzan y acompañan. Cuando se juntan estas tres posiciones, una libertad jurídica, un derecho a no estorbamiento (ni impedimento, ni obstaculización) por parte del Estado y una competencia para hacer valer judicialmente este derecho en el evento de su violación, se puede hablar de un derecho de libertad negativo perfecto frente al Estado.
En atención a nuestro tema, debemos ahora prestar atención al derecho fundamental de igualdad. Respecto de la relación conflictiva libertad-igualdad, nos dice el autor que se cita:
«La exposición sobre el derecho general de igualdad y de libertad, como así también sobre la teoría de los principios y modalidades, muestra la vía de una posible solución [para el conflicto señalado]: hay que distinguir cuidadosamente entre las diferentes normas de libertad e igualdad concebibles y las posiciones jurídicas y situaciones fácticas en las que son colocados los miembros de la comunidad jurídica a través de estas normas. El resultado de un análisis tal es que por "libertad" e "igualdad" hay que entender, en parte, algo que está necesariamente vinculado, en parte, algo que entra en colisión, y en parte, algo que simplemente es recíprocamente conciliable»[45].
Lo que es absolutamente cónsono con nuestra posición personal: cada uno de estos principios, separadamente, ostenta necesariamente una existencia incompleta en el Estado democrático contemporáneo y su realización, si bien admite desarrollos por separado, cuando ambos deben ser considerados, es plena sólo en cuanto se llega a una posición en que son armonizables, ora preponderando a uno de ellos (lo que no negaría  la señalada labor de armonización), ora conciliándolos.
Ahora bien, los desarrollos más polémicos son –sin duda- los referidos a la igualdad material; habiendo un amplio consenso sobre la igualdad ante la ley, o igualdad jurídica. Asumimos que algunas menciones de Arias Castillo sobre esta última igualdad: “la igualdad ante la ley es una ilusión” y “la señaladamente falsa y encubridora igualdad ante la ley”, son meras ironías y que él sí cree en la igualdad ante la ley.
En este sentido, el respetado autor que comentamos reduce el dilema entre igualdad de iure e igualdad de facto, a la mera existencia de la igualdad de iure, con la incorporación de la condición normativa de la “razón suficiente”. Sobre la clásica fórmula “hay que tratar igual a lo igual y desigual a lo desigual”, Alexy construye dos normas distintas de tratamiento: uno igual, otro desigual.

La primera parte de la fórmula señalada, debe ser interpretada mediante la norma de tratamiento igual:

(7) Si no hay ninguna razón suficiente para la permisión de un tratamiento desigual, entonces está ordenado un tratamiento igual.

y su segunda parte, mediante la norma de tratamiento desigual:

(8) Si hay una razón suficiente para ordenar un tratamiento desigual, entonces está ordenado un tratamiento desigual.

Nótese la preponderancia de la fórmula doble hacia la igualdad de iure, expresada en la norma (7); ya que descarta el trato desigual con tan sólo la inexistencia de una razón para la permisión de un trato así; en cambio para la igualdad de facto, exige una razón para que ella sea ordenada.
 
«El paso decisivo hacia el modelo de solución que se pretende consiste en que en ambas normas el concepto de tratamiento es interpretado en el sentido referido al acto. De esta manera, ambas normas sirven directamente sólo a la igualdad de iure. Tomadas conjuntamente, expresan una preferencia básica en favor del principio de la igualdad de iure. El segundo paso consiste en que en el modelo de solución el principio de la igualdad de hecho se hace valer en la aplicación de ambas normas dentro del marco del concepto de razón suficiente. Puede ser tanto una razón suficiente para la permisión de un tratamiento desigual como una razón suficiente para su imposición. En el primer caso, es la razón para un no-derecho definitivo a un determinado tratamiento de iure igual; en el segundo, es la razón para un derecho definitivo a un determinado tratamiento de iure desigual, que sirve para la creación de una igualdad de hecho. El primer caso nos es bien conocido. El principio de la igualdad de hecho juega en él —a menudo bajo el nombre de "principio del Estado Social"— el papel de una razón de restricción con respecto al derecho general a la igualdad jurídica. El segundo caso es más interesante. En él, el principio de la igualdad de hecho juega el papel de una razón para un derecho a un determinado tratamiento desigual de iure, es decir, aquél que sirve para la creación de una igualdad de hecho. Se fundamenta en él un derecho subjetivo a la creación de una porción de igualdad fáctica.
Esto último es el punto crítico. Para poder evaluarlo correctamente, es indispensable tener en cuenta qué significa que la igualdad de hecho sea objeto de un principio. Tal como se expusiera más arriba, los principios no son razones definitivas, sino prima facie. Pueden ser desplazados por principios opuestos. El principio de la igualdad de hecho es, por lo tanto, una razón suficiente para un derecho subjetivo definitivo a un tratamiento desigual de iure que sirve para la creación de la igualdad de hecho, sólo si desplaza a todos los otros principios opuestos que estén en juego. Hay que tomar en cuenta todo un haz de principios opuestos. Uno de ellos es siempre la igualdad de iure, pues todo tratamiento desigual de iure para la creación de la igualdad de hecho, es una restricción de la realización del principio de la igualdad jurídica.
Todo esto pone de manifiesto que la clasificación del principio de la igualdad fáctica como una posible razón suficiente para la obligatoriedad de un tratamiento desigual de iure que sirva para la creación de una igualdad de hecho, no implica que la igualdad de iure o la libertad negativa sea injustificablemente desplazada por la igualdad de hecho ni que la competencia para la conformación del orden social sea desplazada inadmisiblemente del legislador al Tribunal Constitucional Federal. Más bien, se crea así un modelo que permite adscribir también al artículo 3 párrafo 1 LF [equivalente al encabezamiento de nuestro artículo 21 constitucional] el principio de la igualdad de hecho y, con ello, concebir esta disposición como expresión de una concepción amplia de la igualdad, sin que por ello se prejuzgue acerca de una determinada concepción [política] de la igualdad. La clave teórico-normativa y metodológica al respecto es la teoría de los principios» [46].
Con lo cual –recalcando que el desarrollo anterior concluye en una solución independiente de la concepción política de igualdad- es dable dar por aceptablemente contradicho el aserto de Arias Castillo en el sentido de que “la consecución de un ideal de igualdad material rechaza por principio todo límite o restricción externa, más aún si se trata de un instrumento como el Derecho” [47].
Se podría argüir en nuestro desfavor que todo dependerá del contenido de la “razón suficiente” de Alexy y de la previa configuración del deseo de igualdad de facto querido; en palabras del autor que se comenta: dinero, educación, influencia política, capacidad de autodeterminación, desarrollo de dones y talentos, reconocimiento social, posibilidades de ascenso en los diferentes ámbitos sociales, auto-respeto, realización de los planes de vida y satisfacción personal, etc. Extremado lo cual suficientemente –para ironizar nosotros mismos- se llegaría al mismo resultado de conculcación total de la libertad, aunque tal vez de modo más amable, al estilo de como Hayek se refiere a un eventual colectivismo inglés.
Ello negaría todo el desarrollo transcrito atinente a cómo el autor en comento construye su conclusión, en el que explícitamente se refiere a una contraposición y ponderación de principios, lo que de suyo implica que todos los principios involucrados, incluido el de igualdad, son desplazables por uno o varios de los otros con los que entre en colisión, según imponga el caso concreto.
Sin embargo, cabe aún un nuevo argumento, un nuevo límite, esta vez no aséptico desde el punto de vista político y al que tendremos que referirnos nuevamente infra: el sistema político, que entre nosotros es democrático y pluralista por mandato constitucional y que es también una de las fronteras que en auto-cita previa hemos definido como restringente de los comentarios que aquí hacemos.
Estos principios: sistema democrático y pluralista, junto con todos los demás principios o derechos, en especial el de la propiedad privada y la libertad económica, proveen un estimable valladar a los peligros que se anticipan en la frase transcrita del estimado Profesor Arias Castillo, la cual completa un poco más adelante de la siguiente forma (el destacado es nuestro):
«No es extraño, entonces, que el estatismo (no importa si la retórica es intervencionista o socialista, pues da exactamente lo mismo) lesione la separación de poderes, rechace la idea de libertades como la libertad económica, crea muy poco en la independencia judicial y menos todavía en otras instancias de control jurídico, político, fiscal o ciudadano. El estatismo requiere un gobierno grande y dominante, en lugar de uno fuerte pero limitado, lo cual traducido en términos constitucionales viene a decir que la rama ejecutiva (el Gobierno y la Administración Pública) tendrá preponderancia sobre las demás ramas del Poder Público. Tal preponderancia implica, entre otras cosas, que: (i) las normas y demás actos dictados por la rama ejecutiva prevalecerán sobre las normas provenientes de las demás ramas, e incluso estarán por encima de la Constitución; y (ii) el control previo y posterior –sea judicial, político, fiscal, etc.- de dichas normas y actos debe reducirse al mínimo posible. Es para conseguir la supuestamente deseable igualdad material que los límites impuestos por el Estado de Derecho deben ser «reducidos al mínimo», pues, parafraseando el título de un libro muy influyente en ciertos sectores de la academia jurídica, «el derecho no puede ser un obstáculo al cambio social» [48]».
Confesamos que no captamos a cuáles términos constitucionales se refiere, pero desde luego que no son los de la Constitución vigente en Venezuela. Obviamente, en estas notas es imposible, además del curso que orienta estos comentarios, reflexionar sobre las condiciones empíricas actuales del Poder en Venezuela en cuanto se oponen al Texto, frente a lo cual tenemos una posición personal de acerba e irreductible crítica. En todo caso, los macro límites políticos de los principios referidos los estimamos, dentro del Texto que nos rige, de la siguiente forma:
«[El] pluralismo político tiene también límites; fundamentalmente los derivados de la conservación del propio sistema político. Ya dijimos que éste involucra y comprende a la forma de gobierno y al Estado. En efecto, no sería racional el reconocimiento y promoción de los grupos sociales cuyo objetivo expreso sea la destrucción del sistema (apenas creemos necesario recordar el contexto político en que hablamos, obviamente en el seno de la sociedad hay otros grupos sociales que el ordenamiento jurídico, la protección de la misma sociedad y la ejecución de los cometidos del Estado impondrá combatir: v. gr. la delincuencia organizada).
…Así pues, el  pluralismo político, si quiere continuar siendo, debe, en cierta forma, dejar de serlo, para determinar y proscribir estas manifestaciones que le son potencialmente destructivas; labor harto difícil en la práctica, de acuerdo con la experiencia histórica, pero de cada vez más frecuente desarrollo normativo constitucional, mediante la inserción de cláusulas protectoras de la democracia y del ordenamiento constitucional. Ahora bien, otro de los mecanismos de compensación que el sistema tiene para su propia conservación, además de la citada, es, en paradójica mixtura, precisamente la participación política, naturalmente dentro de lo que para ese sistema es lícito. Es decir: el pluralismo político, para continuar siendo, debe también efectivamente ser» [49].
Insistimos que nos referimos a “los términos constitucionales” vigentes y no a la situación de hecho que provee su incumplimiento. Al respecto, desde un punto de vista mucho más estrictamente jurídico, Alexy abunda:
«[Son] posibles numerosas teorías de la igualdad de hecho recíprocamente incompatibles. Pero, toda teoría de la igualdad fáctica es un programa para la distribución de los bienes distribuibles en una sociedad. No son sólo razones metodológicas las que excluyen la posibilidad de extraer de la Ley Fundamental exactamente un programa de distribución, sino también razones sistémico-constitucionales. Las cuestiones de distribución constituyen un objeto central de la polémica de los partidos que compiten por la mayoría en el Parlamento. Esto excluye la posibilidad de partir —en una Constitución que se ha decidido por la democracia representativa— de una sola teoría amplia de la igualdad de hecho que subyacería a la Constitución y con la que toda decisión del Parlamento relacionada con una distribución o bien coincidiría o bien la contradiría… [Pero] El sentido de los derechos fundamentales consiste justamente en no dejar en manos de la mayoría parlamentaria la decisión sobre determinadas posiciones del individuo, es decir, en delimitar el campo de decisión de aquella; y es propio de las posiciones iusfundamentales el que pueda haber desacuerdo sobre su contenido. Si se considera que no es imposible decidir este desacuerdo con argumentos racionales y si no se quiere que la mayoría parlamentaria decida ella misma sobre su propio campo de acción —lo que violaría la máxima de que nadie puede ser juez en su propia causa— queda entonces sólo la vía de dejar que el Tribunal Constitucional decida…
Aquí hay que tener en cuenta la asimetría contenida en el modelo de la máxima general de igualdad entre la igualdad de iure y la igualdad de hecho [en la Ley Fundamental alemana; en la que también se verifica que a] favor de la igualdad de iure existe una carga de argumentación; a favor de la igualdad de hecho, no. Por lo tanto, la creación de una diferenciación que sirva para la igualdad de hecho está ordenada sólo si para este mandato pueden aducirse razones suficientes. Ejemplos de los casos en los cuales el principio de la igualdad de hecho tiene prioridad frente a principios opuestos los ofrecen las ya mencionadas decisiones del Tribunal Constitucional Federal sobre el derecho de pobres» [50].
Entre nosotros, sin embargo, a diferencia de la Ley Fundamental alemana, el enunciado normativo del ordinal 2° del artículo 21 constitucional, y de manera más tímida la 2da frase del artículo 83, eiusdem, sí proveen esa carga de argumentación a favor de la igualdad de facto:
“Artículo 21. Omissis… 2. La ley garantizará las condiciones jurídicas y administrativas para que la igualdad ante la ley sea real y efectiva; adoptará medidas positivas a favor de personas o grupos que puedan ser discriminados, marginados o vulnerables; protegerá especialmente a aquellas personas que por alguna de las condiciones antes especificadas, se encuentren en circunstancia de debilidad manifiesta y sancionará los abusos o maltratos que contra ellas se cometan”.
“Artículo 83. Omissis… El Estado promoverá y desarrollará políticas orientadas a elevar la calidad de vida, el bienestar colectivo y el acceso a los servicios”.
Reflexionando sobre las tesis que niegan existencia a este principio iusfundamental, Alexy refiere que, como toda tesis de no-existencia, la tesis según la cual no hay casos en los que la igualdad de hecho tenga prioridad frente a todos los otros principios relevantes opuestos es difícil de fundamentar, ya que por definición tiene vocación de ser omnicomprensiva y, en consecuencia, es derrotada con sólo un ejemplo en contra.
«Como no es posible tener una visión de todos los casos posibles, la tesis de la no-existencia puede ser considerada sólo como una suposición que queda refutada tan pronto como se expone un caso en el que es aplicable y tiene prioridad el principio de la igualdad de hecho.
Como un caso tal puede considerarse el del mínimo vital [Artículo 91 CRBV]. Sin una comparación [sobre las circunstancias de hecho] no es posible determinar qué es lo que pertenece al mínimo vital constitucionalmente garantizado. Tal como lo enseña una mirada a la historia, el mínimo vital absoluto puede ser fijado a un nivel muy bajo. De lo que se trata bajo la Ley Fundamental, es el del mínimo vital relativo, es decir, aquello que debe ser considerado como tal bajo las condiciones imperantes en la República Federal de Alemania. Tomar como marco de referencia aquello que el legislador garantiza en cada caso significaría renunciar a una pauta jurídico-constitucional para aquello que el legislador tiene que garantizar. En tales casos, el concepto de la dignidad de la persona no ofrece una pauta racionalmente controlable.
Pero, el principio de la igualdad de hecho ofrece una pauta racionalmente controlable de rango constitucional. Exige una orientación por el nivel de vida efectivamente existente y permite quedarse debajo de éste a la luz de los principios opuestos. Por cierto, de esta manera, todo se vuelve una cuestión de ponderación. Pero, esto no es, primero, algo insólito en cuestiones de derechos fundamentales y, segundo, las ponderaciones pueden llevarse a cabo racionalmente. Por ello, la máxima de la igualdad, que incluye la igualdad de hecho puede fundamentar, en casos referidos al mínimo vital, derechos concretos definitivos a la creación de la igualdad de hecho» [51].
Ahora bien, nos hemos detenido en la relación libertad-igualdad y establecido la pertinencia dogmática, en sus casos, de la aplicación del principio iusfundamental de igualdad de hecho en nuestro ordenamiento constitucional; lo que nos lleva al principio del Estado Social: el derecho a prestaciones positivas del Estado.
Estimo que llegamos a mi anunciado acuerdo parcial con Arias Castillo y, en el mismo punto, mi radical desacuerdo con él mismo y con Hernández [expresado en similares términos por Ghersi Rassi]: no me cabe duda que la cláusula del Estado Social expresada en el enunciado normativo del artículo 2 constitucional, tiene el contenido y esencia normativa de un principio; pero, muy lejos de ello la conclusión coincidente de los debatientes sobre que esto conllevaría a una disolución de su carácter normativo, ya por otorgarle un sentido programático, ya por negarle totalmente la idoneidad para producir consecuencia jurídica alguna, que son las opiniones que han expresado alternativamente al respecto, aunque la de Hernández podría entenderse como una recreación crítica de la de Arias Castillo.
Seguimos también acá a Alexy, entendiendo a los principios –en general- como mandatos de optimización; en otras palabras, por limitado (e, incluso, eventualmente, desplazado) que sea su carácter vinculante, son -al fin y al cabo- mandatos (órdenes):
«El punto decisivo para la distinción entre reglas y principios es que los principios son normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible, dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes. Por lo tanto, los principios son mandatos de optimización que están caracterizados por el hecho de que pueden ser cumplidos en diferente grado y que la medida debida de su cumplimiento no sólo depende de las posibilidades reales sino también de las jurídicas. El ámbito de las posibilidades jurídicas es determinado por los principios y reglas opuestos.
En cambio, las reglas son normas que sólo pueden ser cumplidas o no. Si una regla es válida, entonces debe hacerse exactamente lo que ella exige, ni más ni menos. Por lo tanto, las reglas contienen determinaciones en el ámbito de lo fáctica y jurídicamente posible. Esto significa que la diferencia entre reglas y principios es cualitativa y no de grado. Toda norma es o bien una regla o un principio
Un conflicto entre reglas sólo puede ser solucionado o bien introduciendo en una de las reglas una cláusula de excepción que elimina el conflicto [para el o los casos concretos que la cumplan] o declarando inválida, por lo menos, una de las reglas…
Las colisiones de principios deben ser solucionadas de manera totalmente distinta. Cuando dos principios entran en colisión —tal como es el caso cuando según un principio algo está prohibido y, según otro principio, está permitido— uno de los dos principios tiene que ceder ante el otro. Pero, esto no significa declarar inválido al principio desplazado ni que en el principio desplazado haya que introducir una cláusula de excepción. Más bien lo que sucede es que, bajo ciertas circunstancias, uno de los principios precede al otro. Bajo otras circunstancias, la cuestión de la precedencia puede ser solucionada de manera inversa.
Esto es lo que se quiere decir cuando se afirma que en los casos concretos, los principios tienen diferente peso y que prima el principio con mayor peso. Los conflictos de reglas se llevan a cabo en la dimensión de la validez; la colisión de principios —como sólo pueden entrar en colisión principios válidos— tiene lugar más allá de la dimensión de la validez, en la dimensión del peso… [La distinción presentada se parece a la de Dworkin (cfr. R. Dworkin, Taking Rights Seriously. 2a edición. Londres 1978. págs. 22 ss. 71 ss.). Pero se diferencia de ella en un punto esencial, es decir, en la caracterización de los principios como mandatos de optimización. Para una discusión con Dworkin, cfr. R. Alexy, "Zum Begriff des Rechtsprinzips". págs. 59 ss. Igualmente, en las páginas 99 y siguientes de la obra de Alexy que se cita]» [52]. (Destacado y corchetes nuestros).
Nótese que si en atención a determinadas circunstancias y condiciones [‘C’] en un caso concreto, prevalece (precede) un principio determinado [‘P1’] frente a otro [‘P2’], y la aplicación de ese principio genera una determinada consecuencia o resultado [‘R’]; entonces vale la construcción de una regla para ese caso concreto, que tenga a ‘C’ como supuesto de hecho y a ‘R’ como consecuencia jurídica [dado ‘C’, sea ‘R’] (norma de derecho fundamental adscripta); con lo que se evidencia el carácter normativo de los principios.

«Si a las normas que confieren derechos prima facie se las dota de cláusulas restrictivas, adquieren el carácter de normas que ciertamente —sobre todo a través de ponderaciones— necesitan ser concretadas, pero confieren derechos definitivos. Si el supuesto de hecho es satisfecho y la cláusula restrictiva no está satisfecha, el titular tiene un derecho definitivo. Por lo tanto, el carácter de principio y la imponibilidad perfecta son conciliables» [53].
Esta es la llamada “ley de colisión” entre principios, que informa a la teoría dogmático-analítica que estudiamos y que puede reflejarse como: “Las condiciones bajo las cuales un principio precede a otro, constituyen el supuesto de hecho de una regla que expresa (implica) la consecuencia jurídica del principio precedente”. Pero…

«Esto vale tanto para los derechos de defensa [referidos a la acción negativa del Estado] como para los derechos a prestaciones» [54]. (Sobre esto volveremos).
Así, todo enunciado normativo constitucional contendrá un principio o una regla; mas, en uno y otro caso, siempre se tratará de una norma. Con lo cual:
1) Un principio de rango constitucional, sólo y en sus casos, podrá ser desplazado por otro principio constitucional o, en todo caso, en uno basado en una regla constitucional si se tratare de algún desarrollo legislativo; en consecuencia, queda plenamente resguardado el contenido del artículo 7 del Texto, puesto que todo caso concreto siempre será resuelto, al final, mediante una norma constitucional.
2) Una norma que ordena que algo sea realizado en la mayor medida posible, dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes, obviamente genera una obligación de hacer, y tal conducta, al mismo tiempo que no se encuentra prohibida para el obligado, tampoco le está permitido no realizarla [como hemos visto arriba], con el matiz que introduce su adecuación a las posibilidades reales jurídicas y fácticas.
Por lo tanto, mientras ésta sea su naturaleza, tal norma impone al obligado, al menos, una obligación de medio [“el objeto de la obligación no se identifica con el fin que persigue el acreedor, sino con la diligencia del obligado, de modo que dicho fin queda por fuera del contenido del objeto de la obligación”; en lo que también coincidimos con Ghersi Rassi], categoría que, entre las obligaciones, es perfectamente conocida por todos nosotros, cuanto que es de esta naturaleza la que tenemos como profesionales del Derecho frente a nuestros patrocinados en litigio. En consecuencia, es cuando menos ligero –entendible, tal vez,  en las opiniones de quienes se acercan al Derecho desde otras disciplinas, como es el caso del respetado y apreciado pensador Emeterio Gómez- hacer descansar la naturaleza jurídica de una relación de Derecho Público y, aún, la existencia misma de un derecho social, en las posibilidades –fácticas- presupuestarias de la Administración; las cuales, aún si no permitieran la realización de una conducta determinada individualizada en un ciudadano concreto, con ello no alcanzarían a diluir aquélla naturaleza jurídica, como no lo hace el fallo desfavorable del Juez en los asuntos ventilados en estrados, respecto del abogado litigante perdidoso.

Por cierto, en la cita que se hace de Gómez aparece otra falsedad: “Porque se supone que los cuatro [vivienda, salud, educación y trabajo] son derechos cuando son gratuitos; nadie tiene que garantizarle el derecho a la educación a quien paga por ella”. 

En ese caso, tendríamos que suponer que nadie tiene nada que garantizar al comprador, arrendatario, etc., porque en tanto que están pagando, ellos no tienen un derecho a aquello por lo que pagan, puesto que la gratuidad se convertiría en un elemento constitutivo de la noción de derecho. Hasta donde mis modestos conocimientos llegan, tal noción es incomprensible. 

En una segunda lectura, obviando lo del trabajo gratuito y la posibilidad de pagar por realizarlo, podría pensarse que lo que se quiso subrayar fue la precariedad de argumentos para catalogar como tal a un derecho que dependiera de la actividad positiva del Estado para proveer gratuitamente su objeto según la disponibilidad presupuestaria, en relación con el derecho de quien por estar pagando la misma prestación de su propio peculio, sí puede confiar en la actividad positiva del Estado en la protección del suyo.  Sométase la anterior afirmación a un análisis sobre la base de ponderación de principios en que se incluya la igualdad de facto que hemos reseñado arriba y se escogerá una vía muy corta para justificarla, a menos que se entienda que la sociedad ha de privilegiar institucionalmente a quienes tienen con qué pagar la obtención de instrumentos para su realización personal como la educación y nos olvidemos de temas tan “incómodos” como la igualdad de oportunidades, a la que ya hemos examinado desde el punto de vista liberal. En esa hipótesis aún cabría saber si a sus propulsores les parecería bien la caridad o también la proscribirían, al estilo de Herbert Spencer.

Lo anterior, sin contar con una definición dogmática de los derechos a prestaciones por parte del Estado, como la de Alexy:

«Los derechos a prestaciones en sentido estricto son derechos del individuo frente al Estado a algo que —si el individuo poseyera medios financieros suficientes y si encontrase en el mercado una oferta suficiente— podría obtenerlo también de particulares»[55].
Ahora bien, lo referido respecto de la naturaleza jurídica de las obligaciones prestacionales del Estado como obligaciones de medio, sin embargo, no es sino una aproximación preliminar al tema. En verdad, la naturaleza de un derecho fundamental a una prestación positiva del Estado es más compleja que lo que acaba de decirse. 

Permítaseme una pequeña licencia discursiva: ¿Existe algo como el derecho fundamental individual a la vida? Está bien, menos absoluto ¿existe algo como el derecho fundamental individual a la protección de la vida por parte del Estado? Nótese, tanto a una prestación positiva del Estado de protección frente a los demás (Efecto Horizontal), como a un derecho de defensa (a una conducta negativa) de no afectación de la vida, frente al propio Estado. ¿Cómo se hace valer en juicio en caso de conculcación? Obviando que se extinga por causas naturales, lo que daría pie a otro tipo de consideraciones igualmente complejas en relación a cuál es el verdadero objeto de ese derecho, si existe; lo cierto es que conculcado que sea por el modo y razones más arbitrarias, el ex-interesado no podrá ni siquiera hacerlo valer en juicio y no es del tipo de los transmisibles mortis causa, sino su extinción la causa eficiente de la adquisición de éstos. Aún si se piensa que es un ius in rem, y que involucra la posibilidad de medidas cautelares como órdenes de restricción en su preservación o el sistema de protección especial a personas, donde lo hay, esto no garantizaría que no pueda ser lesionado ni dice nada acerca de la imposibilidad de justiciabilidad por parte de la víctima; pero además, ya sea el Estado o los familiares quienes accionen para la persecución judicial del culpable, ello no tendrá por norte la reposición del objeto de aquél derecho. Por otro lado, el sistema penal está concebido para realizar una función social; es ejercido por el Estado, en el caso que comentamos con la posible colaboración de los sobrevivientes cuya ausencia no obstaculizaría, sin embargo, la prosecución del proceso; y la atención individualizada, cuando la hubiere, se referirá en cualquier caso a esos familiares sobrevivientes y al propio victimario, nunca a la víctima. ¿Querría esto decir que su titular es el Estado y no la persona? No se trata de un bien fungible, y las indemnizaciones que están previstas en algunos ordenamientos jurídicos, plantean cosas como cuánto vale una vida en cada caso concreto, lo que apareja nuevas consideraciones complejas. Igualmente se presenta el tema de fundamentar su protección cuando aún no existe jurídicamente (el nasciturus), ni es posible su libre disposición por su titular si se entendiera como tal a la persona individual (la eutanasia solicitada por el afectado). Así que es bien complicado imaginar la titularidad individual del derecho a algo como la vida en relación con su eventual justiciabilidad. ¿Eso quiere decir que no existe un derecho individual a la vida? [56] 

-“¡Hey!”, podría señalarme alguien, -“eso es una vil argucia argumentativa, se trata de un derecho especial y de naturaleza y contenido distintos a los de los otros derechos individuales, pero derecho al fin”. En ese caso, quien lo dijere, se habría acercado bastante a la actitud correcta para la comprensión de la naturaleza jurídica de los derechos sociales.

Recordemos que en la construcción que hemos venido comentando, una cosa es un derecho a algo y otra una competencia (dentro de las que se encuentra el poder hacer valer en juicio un derecho a algo) y cada uno configura una posición de “derecho”. Sobre la autonomía de la competencia, valga recordar también el caso de la “acción infundada”, reseñado arriba desde otro ángulo: declarada en juicio la inexistencia de un derecho subjetivo, sin embargo el justiciable ejerció un derecho (a la acción) al proponer su pretensión ante los tribunales de justicia. Por lo tanto, se trata de dos cosas distintas el derecho y la competencia para hacerlo valer.
Desde esta óptica, aún si no hubiera la competencia –que no es siempre el caso- subsistiría el derecho bajo la forma del derecho a algo. Al respecto de la objeción que comentamos, dice Alexy:
«Contra el modelo aquí propuesto [del derecho a prestaciones positivas del Estado como derechos sociales fundamentales], puede también hacerse valer la objeción de la justiciabilidad deficiente. Aquí cabe responder, sin embargo, que los problemas de justiciabilidad que surgen en el marco de este modelo no se diferencian básicamente de los que se presentan en los derechos fundamentales tradicionales. No pocas veces, con respecto a los derechos de libertad se presentan problemas de ponderación muy complejos cuya solución puede tener consecuencias de largo alcance para la vida de la comunidad. Por lo demás, vale: la existencia de un derecho no puede depender exclusivamente de la justiciabilidad, cualquiera que sea la forma como se la describa; lo que sucede, más bien, es que cuando existe un derecho éste es también justiciable. Ninguna objeción de peso fundamenta el hecho de que los derechos fundamentales sociales necesiten una configuración jurídica ordinaria. Por ejemplo, la competencia y el procedimiento tienen que ser reglados. Esto vale también para otros derechos fundamentales. Tampoco razones procedimentales pueden apoyar la tesis de la no justiciabilidad. Como lo ha mostrado la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal, en modo alguno un tribunal constitucional es impotente frente a un legislador inoperante» [57].
¿Cuál es el modelo de Alexy? Veámoslo:
«[El] concepto de derecho a prestaciones será entendido aquí en un sentido amplio. Todo derecho a un acto positivo, es decir, a una acción del Estado, es un derecho a prestaciones. De esta manera, el derecho a prestaciones es la contrapartida exacta del concepto de derecho de defensa, bajo el que cae todo derecho a una acción negativa, es decir, a una omisión por parte del Estado.
La escala de las acciones positivas del Estado que pueden ser objeto de un derecho a prestaciones se extiende desde la protección del ciudadano frente a otros ciudadanos a través de normas del derecho penal, pasando por el dictado de normas de organización y procedimiento, hasta prestaciones en dinero y en bienes. Este concepto del derecho a prestaciones es más amplio que el habitual. Por lo general, con la expresión "derecho a prestaciones" se vincula la concepción de un derecho a algo que el titular del derecho, en caso de que dispusiera de medios financieros suficientes y encontrase en el mercado una oferta suficiente, podría obtener también de personas privadas. Sin embargo, hay dos razones de peso en favor de la extensión del concepto de derecho a prestaciones, más allá de derechos de este tipo a prestaciones fácticas, a prestaciones normativas43, tales como la protección a través de normas del derecho penal o el dictado de normas de organización y procedimentales. La primera razón es que en muchos de los llamados derechos fundamentales sociales, que pueden ser considerados como típicos derechos a prestaciones, se trata de un haz de posiciones que apuntan, en parte a prestaciones fácticas y, en parte, a prestaciones normativas.
Los derechos a prestaciones (en sentido amplio) pueden ser divididos en tres grupos: (1) derechos a protección, [referidos a que el Estado proteja al titular del derecho frente a violaciones de terceros: “Efecto Horizontal”] (2) derechos a organización y procedimiento [referidos a los órganos y procedimientos en general; v. gr. a la tutela judicial efectiva]; y (3) derechos a prestaciones en sentido estricto. Los derechos del tipo indicado son derechos fundamentales a prestaciones sólo si se trata de derechos subjetivos y constitucionales… toda norma objetiva ventajosa para un sujeto jurídico es, en principio, un candidato para una subjetivización.
En tanto derechos subjetivos, todos los derechos a prestaciones son relaciones trivalentes entre un titular de derecho fundamental, el Estado y una acción positiva del Estado. Si un titular de un derecho fundamental (a) tiene un derecho frente al Estado (e) a que éste realice la acción positiva (h), entonces, el Estado tiene frente a (a) el deber de realizar (h).
Cada vez que existe una relación de derecho constitucional de este tipo entre un titular de un derecho fundamental y el Estado, el titular de derecho fundamental tiene competencia para imponer judicialmente el derecho. Esto vale en virtud del artículo 19, párrafo 4, frase 1 LF, sobre la base del derecho constitucional positivo. [Entre nosotros, admitiría una interpretación en este sentido el artículo 140 constitucional].
Esta imponibilidad —a la que Wolff califica de "perfecta"— es compatible sin más con el hecho de que los derechos a prestaciones, como así también los derechos de defensa, tengan un carácter prima facie, es decir, carácter de principios»[58].
Obviaremos la consideración de los derechos de protección y los de organización y procedimiento, en los que asumimos que no hay controversia alguna. Enfoquémonos en las prestaciones del Estado stricto sensu, ya definidas arriba; y si representan derechos sociales fundamentales:
«El argumento principal en favor de los derechos fundamentales sociales es un argumento de la libertad [lo que, con certeza, sorprenderá a varios]. Su punto de partida son dos tesis. La primera reza: la libertad jurídica para hacer u omitir algo sin la libertad fáctica (real), es decir, sin la posibilidad fáctica de elegir entre lo permitido, carece de todo valor… los derechos fundamentales deben asegurar también la libertad fáctica. Para justificar la adscripción de derechos sociales con la ayuda de un argumento de la libertad, hay que fundamentar, pues, que la libertad que los derechos fundamentales deben asegurar incluye la libertad fáctica» [59].
«El segundo argumento se vincula directamente con esto. Según él, la libertad fáctica es fundamentalmente relevante, no sólo bajo el aspecto formal del aseguramiento de cosas especialmente importantes, sino también bajo aspectos materiales. El Tribunal Constitucional Federal ha interpretado el catálogo de derechos fundamentales como expresión de un sistema de valores "que encuentra su punto central en la personalidad humana que se desarrolla libremente dentro de la comunidad social y en su dignidad".
A la luz de la teoría de los principios esto debe ser interpretado en el sentido de que el catálogo de derechos fundamentales expresa, entre otras cosas, principios que exigen que el individuo pueda desarrollarse libre y dignamente en la comunidad social, lo que presupone una cierta medida de libertad fáctica. Esto impone, pues, la conclusión de que los derechos fundamentales, si su objetivo es que la personalidad humana se desarrolle libremente, apuntan también a libertades fácticas; es decir, deben asegurar también los presupuestos del uso de libertades jurídicas y, por lo tanto, son “normaciones no sólo del poder hacer jurídico, sino también del poder actuar realmente”»[60]
Como se observa, hemos regresado al argumento que muchas páginas atrás nos diera Isaiah Berlin; pero esta vez desde el punto de vista dogmático. Es imposible reproducir o comentar los desarrollos de Alexy refutando las objeciones a estos dos argumentos tan simples y con tanto arraigo en la realidad de todos los países, pero especialmente en el nuestro. Reproduzcamos su conclusión:
«Habrá que considerar que una posición de prestación jurídica está definitivamente garantizada iusfundamentalmente si (1) la exige muy urgentemente el principio de la libertad fáctica y (2) el principio de la división de poderes y el de la democracia (que incluye la competencia presupuestaría del parlamento) al igual que (3) principios materiales opuestos (especialmente aquellos que apuntan a la libertad jurídica de otros) son afectados en una medida relativamente reducida a través de la garantía iusfundamental de la posición de prestación jurídica y las decisiones del Tribunal Constitucional que la toman en cuenta. En todo caso, estas condiciones están satisfechas en el caso de los derechos fundamentales sociales mínimos, es decir, por ejemplo, a un mínimo vital, a una vivienda simple, a la educación escolar, a la formación profesional y a un nivel estándar mínimo de asistencia médica»[61].
Terminemos nuestro tema de lo jurídico –que entendemos exhaustivamente expuesto, pero inevitablemente incompleto- con una cita, ya no de Alexy, sino de otros autores.
Victor Abramovich y Christian Courtis, que se han dedicado a esta materia pertinazmente, en sus “Apuntes sobre la exigibilidad judicial de los derechos sociales”:
« Para verificar las dificultades que genera el marco teórico en el que se fundan las acciones tradicionales para proteger adecuadamente derechos sociales basta señalar algunos ejemplos:
a.       la incidencia colectiva de la mayoría de los derechos sociales provoca problemas de legitimación activa, que no se limitan a la etapa de formulación de la acción, sino que se prolongan durante las diferentes etapas del proceso, ante la inexistencia de mecanismos de participación adecuada de los sujetos colectivos o de grupos numerosos de víctimas en las diferentes diligencias e instancias procesales. Esta circunstancia pone en evidencia que las acciones y los procedimientos están previstos para dilucidar conflictos individuales;
b.      Las violaciones de los derechos sociales requieren al mismo tiempo satisfacción urgente y amplitud de prueba, pero estas dos cuestiones son excluyentes para la elección de los mecanismos tradicionales de tutela. Acciones tales como la de amparo, tutela, protección u otras similares requieren un derecho líquido, y las medidas cautelares un derecho verosímil, y en ambos tipos de procedimiento el ordenamiento procesal y la jurisprudencia restringen al mínimo el marco probatorio del proceso;
c.       Las sentencias que condenan al Estado a cumplir obligaciones de hacer no cuentan con resguardos procesales suficientes y resultan por ello de dificultosa ejecución.
Aun advirtiendo esta dificultad -que por supuesto genera límites en la justiciabilidad de algunas obligaciones que surgen de derechos económicos, sociales y culturales- es perfectamente posible, como hemos visto, deslindar distintos tipos de situaciones en las que la violación de estos derechos resulta corregible mediante la actuación judicial con los instrumentos procesales hoy existentes. Cabe señalar, además, que de la inexistencia de instrumentos procesales concretos para remediar la violación de ciertas obligaciones que tienen como fuente derechos económicos, sociales y culturales no se sigue de ningún modo la imposibilidad técnica de crearlos y desarrollarlos. El argumento de la inexistencia de acciones idóneas señala simplemente un estado de cosas, violatorio prima facie del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) -de acuerdo a la ya citada opinión del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales- y susceptible de ser modificado.
La actual inadecuación de los mecanismos o garantías judiciales no dice nada acerca de la imposibilidad conceptual de hacer justiciables los derechos sociales, sino que más bien exige imaginar y crear instrumentos procesales aptos para llevar a cabo estos reclamos».

IV.- ENTRE APORÍAS TE VEAS

No puedo dejar de referirme al menos a tres argumentos esgrimidos por Arias Castillo que estimo deben dejarse en claro.
(1) El primero es sobre lo aporético que resultaría referirse a un tirano liberal, en el sentido de que: “Un orden social liberal –esto es, de construcción espontánea- rechaza la idea de un tirano en su seno, que pretenda decidirlo todo”. Ello, con base en una cita de Hernández sobre el título de un libro de Manuel Caballero referido a Juan Vicente Gómez: “Gómez, el tirano liberal”.
Dicho así, pareciera que un tirano, liberal o no, es siempre y sólo, quien “pretenda decidirlo todo”. Para demostrar que tal es falso basta con la descripción de la palabra tirano por el DRAE, que se orienta a la imposición o abuso del poder político y a la ilegitimidad democrática del mandato: “Que obtiene contra derecho el gobierno de un Estado, especialmente si lo rige sin justicia y a medida de su voluntad” y “Que abusa de su poder, superioridad o fuerza en cualquier concepto o materia, y también simplemente del que impone ese poder y superioridad en grado extraordinario”.
Apartando el hecho de que en la cita de Manuel Caballero que hace Hernández, el propio citado dice del título de su obra que pudiera ser un oxímoron –lo que llevaría a pensar que él lo tomó como una licencia literaria y no como un postulado político- lo cierto es que la caracterización, en el contexto de lo escrito por Hernández, se refiere a un régimen de fuerza y represión políticas, mientras se mantiene una “atmósfera” de libertad económica, con predominio del mercado y la competencia; manifestación diferenciada de tiranía que admite la acepción del DRAE transcrita y destacada arriba.
No entraremos a analizar si Juan Vicente Gómez cumplía con esta caracterización y no he leído aún la obra citada de Caballero para pronunciarme sobre su punto de vista, pero –desde luego- la justificación filosófica y teórica desde el punto de vista político del Gobierno de Gómez, lo fue el positivismo, como bien señala Arias Castillo.
Ahora bien, eso no invalida que tal doble condición expuesta pueda darse y de hecho se dé en la realidad. El súmmum de tal dicotomía, en nuestros días, es la tiranía política de China Comunista, que mantiene un estado de opresión y despotismo en lo político, mientras abre su economía a las leyes del mercado. He usado la palabra despotismo y valga acá reseñar su sinonimia con tiranía, siempre según el DRAE:
Despotismo: “Abuso de superioridad, poder o fuerza en el trato con las demás personas”.
Tiranía: “Abuso o imposición en grado extraordinario de cualquier poder, fuerza o superioridad”.
Déspota: “Persona que trata con dureza a sus subordinados y abusa de su poder o autoridad”.
Tan puntillosa reproducción del DRAE, es para hacer –nuevamente- una cita de un autor liberal, respecto del contenido de esta aporía, dejando que sea él quien la contradiga. De nuevo, se trata de Isaiah Berlin, en su trabajo varias veces citado en estas páginas y que –además- refuerza nuestro aserto hecho anteriormente sobre la necesidad democrática de encontrar una medida adecuada de libertad negativa y libertad positiva en la sociedad:
«La tercera característica de esta idea de libertad [la libertad negativa tan defendida por los liberales] tiene mayor importancia. Consiste en que la libertad, considerada en este sentido, no es incompatible con ciertos tipos de autocracia o, en todo caso, con que la gente no se gobierne a sí misma. La libertad, tomada en este sentido, se refiere al ámbito que haya de tener el control, y no a su origen. De la misma manera que una democracia puede, de hecho, privar al ciudadano individual de muchas libertades que pudiera tener en otro tipo de sociedad, igualmente se puede concebir perfectamente que un déspota liberal permita a sus súbditos una gran medida de libertad personal. El déspota que deja a sus súbditos un amplio margen de libertad puede ser injusto, dar pábulo a las desigualdades más salvajes o interesarse muy poco por el orden, la virtud o el conocimiento; pero, supuesto que no disminuya la libertad de dichos súbditos o que, por lo menos, la disminuya menos que otros muchos regímenes, concuerda con la idea de libertad que ha especificado Mill. La libertad, considerada en este sentido, no tiene conexión, por lo menos lógicamente, con la democracia o el autogobierno. Este, en general, puede dar una mayor garantía de la conservación de las libertades civiles de la que dan otros regímenes, y como tal ha sido defendido por quienes creen en el libre albedrío. Pero no hay una necesaria conexión entre la libertad individual y el gobierno democrático. La respuesta a la pregunta «quién me gobierna» es lógicamente diferente de la pregunta «en qué medida interviene en mí el Gobierno». En esta diferencia es en lo que consiste en último término el gran contraste que hay entre los dos conceptos de libertad negativa y libertad positiva. El sentido «positivo» de la libertad sale a relucir, no si intentamos responder a la pregunta «qué soy libre de hacer o de ser», sino si intentamos responder a «por quién estoy gobernado» o «quién tiene que decir lo que yo tengo y lo que no tengo que ser o hacer». La conexión que hay entre la democracia y la libertad individual es mucho más débil que lo que les parece a muchos defensores de ambas».

(2) El segundo se refiere a las necesidades no vendibles.
Arias Castillo:
«[Las] necesidades no se venden. Se venden bienes y servicios (dicotomía analítica que debemos con mucho agradecimiento a la Ciencia Económica, para denotar casi cualquier cosa, sea material o inmaterial, que sirva al Hombre). Los bienes y los servicios están hechos para satisfacer nuestras necesidades… es absolutamente falso y no se sigue del razonamiento anterior, que la intervención del Estado sea el corolario de la falta de satisfacción de las necesidades humanas. Lo que ofrece alternativas se muestra como una cuestión de una única salida: «En un mundo de necesidades insatisfechas, el Estado debe intervenir». Es decir, siempre, necesariamente, tendrá que intervenir, pues siempre habrá necesidades insatisfechas [lo cual, en su criterio, no es una conclusión válida]».
Uno de los aportes de Carlos Marx a la Ciencia Económica es que justamente las necesidades son vendibles; de hecho, en su construcción teórica las necesidades son lo único vendible y, además, no cualquier necesidad, sino: las necesidades de mantenimiento y reproducción del trabajador, a lo cual él denomina la «fuerza de trabajo» o cantidad de trabajo socialmente necesaria; y es con base en esta construcción que establece el concepto de plusvalía. Como toda mercancía (bien, servicio) no es sino trabajo acumulado y la unidad de trabajo, la «fuerza de trabajo», es lo antes dicho, entonces sólo se venderían, repetimos, unidades de las necesidades de mantenimiento y reproducción del trabajador.
«Así, la Economía Política clásica encontró que el valor de una mercancía lo determinaba el trabajo necesario para su producción encerrado en ella… el coste de producción del obrero consiste en la suma de medios de vida —o en su correspondiente precio en dinero— necesarios por término medio para que aquél pueda trabajar y mantenerse en condiciones de seguir trabajando, y para sustituirle por un nuevo obrero cuando muera o quede inservible por vejez o enfermedad, es decir, para asegurar la reproducción de la clase obrera en la medida necesaria»[62].
«Los obreros cambian su mercancía, la fuerza de trabajo, por la mercancía del capitalista, por el dinero y este cambio se realiza guardándose una determinada proporción: tanto dinero por tantas horas de uso de la fuerza de trabajo. Por tejer durante doce horas, dos marcos. Y estos dos marcos, ¿no representan todas las demás mercancías que pueden adquirirse por la misma cantidad de dinero? En realidad, el obrero ha cambiado su mercancía, la fuerza de trabajo, por otras mercancías de todo género, y siempre en una determinada proporción. Al entregar dos marcos, el capitalista le entrega, a cambio de su jornada de trabajo, la cantidad correspondiente de carne, de ropa, de leña, de luz, etc. Por tanto, los dos marcos expresan la proporción en que la fuerza de trabajo se cambia por otras mercancías, o sea el valor de cambio de la fuerza de trabajo. Ahora bien, el valor de cambio de una mercancía, expresado en dinero, es precisamente su precio. Por consiguiente, el salario no es más que un nombre especial con que se designa el precio de la fuerza de trabajo, o lo que suele llamarse precio del trabajo, el nombre especial de esa peculiar mercancía que sólo toma cuerpo en la carne y la sangre del hombre…
La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía que su propietario, el obrero asalariado, vende al capital. ¿Para qué la vende? Para vivir.
Ahora bien, la fuerza de trabajo en acción, el trabajo mismo, es la propia actividad vital del obrero, la manifestación misma de su vida. Y esta actividad vital la vende a otro para asegurarse los medios de vida necesarios. Es decir, su actividad vital no es para él más que un medio para poder existir. Trabaja para vivir. El obrero ni siquiera considera el trabajo parte de su vida; para él es más bien un sacrificio de su vida. Es una mercancía que ha adjudicado a un tercero. Por eso el producto de su actividad no es tampoco el fin de esta actividad. Lo que el obrero produce para sí no es la seda que teje ni el oro que extrae de la mina, ni el palacio que edifica. Lo que produce para sí mismo es el salario; y la seda, el oro y el palacio se reducen para él a una determinada cantidad de medios de vida, si acaso a una chaqueta de algodón, unas monedas de cobre y un cuarto en un sótano… Por tanto, el coste de producción de la fuerza de trabajo simple se cifra siempre en los gastos de existencia y reproducción del obrero. El precio de este coste de existencia y reproducción es el que forma el salario…
El capital está formado por materias primas, instrumentos de trabajo y medios de vida de todo género que se emplean para producir nuevas materias primas, nuevos instrumentos de trabajo y nuevos medios de vida. Todas estas partes integrantes del capital son hijas del trabajo, productos del trabajo, trabajo acumulado. El trabajo acumulado que sirve de medio de nueva producción es el capital» [63].
Es obvia la extralimitación de la construcción de Marx en referencia, sobre todo a la luz de los desarrollos sobre el concepto de utilidad marginal, referida a la disminución paulatina del valor de una mercancía para el consumidor, una vez satisfecha su necesidad. En otro sentido, es importante también recordar lo dicho por el Arzobispo de Dublín, Richard Whately, en sus Lecciones Introductorias de Economía Política (1832): “It is not that pearls fetch a high price because men have dived for them; but on the contrary, men dive for them because they fetch a high price”. “No es que las perlas alcancen un alto precio porque los hombres se han zambullido a por ellas; sino por el contrario, los hombres se zambullen a por ellas, porque alcanzan un alto precio”.
Pero, no hay ninguna duda que la unidad de trabajo como costo, forma parte del precio de bienes y servicios, y que la referencia para establecerla es la necesidad de cada trabajador, lo que haría a éstas vendibles y componentes, al menos, de una fracción del precio de tales bienes y servicios, aún en la más liberal de las construcciones teóricas.
Pero, desechando la teoría del valor-trabajo marxista [por cierto, la misma referencia al trabajo como la unidad de valoración económica, aunque con las conocidas diferencias, la hacen Adam Smith y David Ricardo], hay que prestar atención a lo dicho por Hernández
“…como apuntó S. Martín-Retortillo Baquer, el «Estado fuerte, es necesario (…) para la defensa de la libertad y de la propia sociedad», así como para la satisfacción de necesidades de interés social. Tal y como sostuvo Juan Pablo II en la Carta Encíclica Centesimus Annus, hay muchas necesidades que no son “vendibles”, esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Por ello, «es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas». Ello requiere y justifica la intervención del Estado en la economía, pero sin admitirse limitaciones arbitrarias a la libertad”
Hernández habla de la satisfacción de las necesidades, dice que hay muchas de éstas que no son vendibles y explica por qué: “[no son] capaces de alcanzar un precio conveniente”; y de allí pasa a citar a Juan Pablo II: «es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas».
Si bien, en efecto, Hernández no es particularmente preciso en este párrafo -lo que pudiera explicar esta falsa discrepancia- parece obvio, sin embargo, que no se está refiriendo a la teoría marxista y, más bien, contextualmente, Arias Castillo -aunque con la deficiencia anotada- captó bien lo escrito, vale decir, que se trataba de la satisfacción de las necesidades y no de éstas en sí mismas, de otra manera no se entendería que haya escrito sobre el particular: “Los bienes y los servicios están hechos para satisfacer nuestras necesidades”.
Frente a esta insatisfacción, Hernández explica que no siempre alcanzan “un precio conveniente”, lo que –a menos que el acercamiento al tema lo sea desde el marxismo, lo que ya hemos descartado- no puede referirse sino a los medios para satisfacerlas. Esto haría, justamente, que no sean vendibles estos medios, en atención a la definición jurídica de venta: “La venta es un contrato por el cual el vendedor se obliga a transferir la propiedad de una cosa y el comprador a pagar el precio”. Así, si encontramos un precio impagable, por definición encontraríamos algo que no es vendible, puesto que no es posible que en tal circunstancia se perfeccione el contrato de venta.
A esta situación, Arias Castillo opone también que ello no tendría por qué involucrar una intervención del Estado: “es absolutamente falso y no se sigue del razonamiento anterior, que la intervención del Estado sea el corolario de la falta de satisfacción de las necesidades humanas”.
Dejemos también la respuesta a Arias Castillo en este tema, en una cita, esta vez del mismísimo Hayek, en su conocidísimo “Camino de Servidumbre”:
Hayek:
«Hay, por último, ámbitos donde, evidentemente, las disposiciones legales no pueden crear la principal condición en que descansa la utilidad del sistema de la competencia y de la propiedad privada: que consiste en que el propietario se beneficie de todos los servicios útiles rendidos por su propiedad y sufra todos los perjuicios que de su uso resulten a otros. Allí donde, por ejemplo, es imposible hacer que el disfrute de ciertos servicios dependa del pago de un precio, la competencia no producirá estos servicios; y el sistema de los precios resulta igualmente ineficaz cuando el daño causado a otros por ciertos usos de la propiedad no puede efectivamente cargarse al poseedor de ésta. En todos estos casos hay una diferencia entre las partidas que entran en el cálculo privado y las que afectan al bienestar social; y siempre que esta diferencia se hace considerable hay que encontrar un método, que no es el de la competencia, para ofrecer los servicios en cuestiónEn estos casos es preciso encontrar algo que sustituya a la regulación por el mecanismo de los precios… allí donde no pueda [¡la competencia!] ser eficaz, suministrar los servicios que, según las palabras de Adam Smith, «aunque puedan ser ventajosos en el más alto grado para una gran sociedad, son, sin embargo, de tal naturaleza que el beneficio nunca podría compensar el gasto a un individuo o un pequeño número de ellos», son tareas que ofrecen un amplio e indiscutible ámbito para la actividad del Estado»[64].

 (3) Finalmente:
Arias Castillo:
«La última expresión es sintomática de un fenómeno que le ocurre a quien se dedica al Derecho Público Económico en Venezuela: no le gusta que le llamen «socialismo» a ese conglomerado de «técnicas» (controles de precios, de cambio, de salarios, planificación, reservas de actividades económicas al Estado, empresas públicas, etc.) que sólo aplican gobiernos o estados socialistas. Tan sintomático es el fenómeno que tan solo dos páginas más adelante (p. 8), vemos cómo el autor señala que «bajo la Constitución de 1999 el socialismo no es un modelo económico impuesto. Pero tampoco cabe excluirlo a priori». Ello equivale a decir que una Constitución Económica de un país democrático es tan amplia que, incluso, prevé la posibilidad de implementar un modelo económico (el socialismo) capaz de destruir la democracia misma»
En primer lugar no pertenezco a quienes no le gusta que tales técnicas sean llamadas socialistas; más aún, adelanto de entrada la expresión de mi acuerdo total: son socialistas. Lamentablemente, la afirmación transcrita no tiene una intención definitoria, sino que es admonitoria: advierte sobre la posibilidad de destrucción de la democracia, a partir, suponemos, de la instrumentación de tal calidad de técnicas.
 Antes he expresado lo que pienso sobre los límites del pluralismo político en relación con la defensa de la democracia y las disposiciones constitucionales que proveen su preservación, con lo que creo que quedó expuesta mi posición en el tema; pero ahora estamos ante un planteamiento sustantivamente diferente: El socialismo es capaz de destruirla. Lo que involucra una consideración que trasciende lo meramente jurídico sobre una determinada concepción política y que no compartimos o, al menos, no compartimos totalmente por considerarla deficientemente acotada.
Ahora bien, para refutarla resultaría de nunca acabar hacer reflexiones sobre lo que se pudiera entender por el socialismo, o  los socialismos -si los hubiere- y sus diferencias –si las hubiere-. Y, una vez hecho eso, aún faltaría la labor de sincronización conceptual que la táctica del “aguijón semántico” [65] pudiera exigir. En consecuencia, antes que adentrarnos en esa vía, nos atendremos al cuestionamiento de la proposición básica hecha por Arias Castillo, arriba reseñada, donde el socialismo ocupa el lugar del sujeto.
Para ello intentaremos demostrar primeramente que, en efecto, existen varios socialismos. En ese tránsito encontraríamos desde luego caracteres definitorios que los diferenciarían, pero –se insiste- no haremos desarrollos extensivos sobre ese tema.
Y, luego, nos enfocaremos en el predicado [66] expuesto sobre la destrucción de la democracia. Lo haremos tomando en cuenta incluso el término “capaz”, que matiza la inevitabilidad de la destrucción que se anticipa. Naturalmente, sólo se tendrá en cuenta la acción del sujeto señalado, el socialismo -o, según lo anotado, algún socialismo- puesto que la actuación de un tercero en el sentido del predicado, quedaría fuera de la esfera de aquél y requeriría la construcción de una nueva proposición. 

Así tendríamos:
(1) El socialismo es capaz de destruir la democracia.

Que, de demostrar que son varios y distintos, debería expresarse en atención al género:

(2) Todos los socialismos son capaces de destruir la democracia.

Enunciado que sería derrotado por su contradictorio, el cual, por ende, difiere tanto en cantidad como en calidad:

(3) Algún socialismo no es capaz de destruir la democracia

Como se ve, simplemente (2) y (3) no pueden ser verdad al mismo tiempo. Comencemos:

Sobre la existencia de varios socialismos, si hubiera alguna duda de ello, citemos de nuevo a Hayek, ahora en el prefacio de la edición de 1976 de su Camino de Servidumbre [67]:
«Cuando lo escribí [entre 1940 y 1943], socialismo significaba sin ninguna duda la nacionalización de los medios de producción y la planificación económica centralizada que aquélla hacía posible y necesaria. En este sentido, Suecia, por ejemplo, está hoy mucho menos organizada en forma socialista que la Gran Bretaña o Austria, aunque se suele considerar a Suecia mucho más socialista. Esto se debe a que socialismo ha llegado a significar fundamentalmente una profunda redistribución de las rentas a través de los impuestos y de las instituciones del Estado benéfico. En éste, los efectos que analizo se han producido con más lentitud y más indirecta e imperfectamente. Creo que el resultado final tiende a ser casi exactamente el mismo, pero el proceso a través del cual se llega a ese resultado no es igual al que se describe en este libro.
Se ha alegado frecuentemente que afirmo que todo movimiento en la dirección del socialismo ha de conducir por fuerza al totalitarismo. Aunque este peligro existe, no es esto lo que el libro dice. Lo que hace es llamar la atención hacia los principios de nuestra política, pues si no los corregimos se seguirán de ellos consecuencias muy desagradables que la mayoría de los que abogan por esa política no desean». (Destacado nuestro).
Encontramos, entonces, al menos dos socialismos en este extracto de Hayek: (1) el que propugna la nacionalización de los medios de producción y la planificación económica centralizada, que es al que se refiere en su libro; y (2) el que busca una profunda redistribución de las rentas a través de los impuestos y de las instituciones del Estado benéfico (algunas de las cuales son listadas por Arias Castillo, en el extracto reproducido arriba). Sobre éste, teme que el resultado final que produciría sería semejante al de aquél otro, pero asegura que su proceso no es igual al que se analiza en su obra.
A su juicio, pues, los resultados de uno y otro tenderán a ser casi los mismos: el totalitarismo, pero advierte también que eso no es lo que su libro dice. Para una crítica fundamentada acerca de las ideas de Hayek y una visión general e histórica del pensamiento liberal, recomendamos ampliamente las enjundiosas y completísimas “Reflexiones sobre el Liberalismo” de Henry Ramos Allup [68].
En todo caso, queda demostrada la existencia de –al menos- dos socialismos (en realidad, clases de socialismo), a partir del pensamiento de un liberal emblemático.
Sólo nos queda ahora demostrar que al menos una de las corrientes participantes de las características así atribuidas a tales clases de socialismo, no es capaz de destruir la democracia, a despecho de lo afirmado por Hayek sobre el presumible igual resultado de totalitarismo para ambos, sentencia similar a la de Arias Castillo que se analiza.
Para ello, obviaremos la referencia del propio Hayek a Suecia, Austria e Inglaterra, cuya mención pudiera evaluarse a tales efectos en atención a la constatación empírica de los regímenes que allí imperaban en la época de su reflexión (prefacio a la edición de 1976) e imperan aún hoy, pero nos limitaríamos a una situación de hecho no necesariamente permanente; por lo que no quedaría negado el aserto. Tenemos la limitación autoimpuesta de no recurrir ab initio a autores que compartan nuestra posición política; y, desde luego, advertimos plenamente la importancia de ello en este punto. Por tanto, buscaremos colaboración en la acera contraria, es decir: en Vladimir Ilich Ulianov (Lenin) en “El Estado y la Revolución” [1917]:
«La república democrática es la mejor envoltura política de que puede revestirse el capitalismo, y por lo tanto el capital, al dominar (a través de los Pakhinski, los Chernov, los Tsereteli y Cía.) esta envoltura, que es la mejor de todas, cimenta su Poder de un modo tan seguro, tan firme, que ningún [cursivas en el original] cambio de personas, ni de instituciones, ni de partidos, dentro de la república democrática burguesa, hace vacilar este Poder.
Hay que advertir, además, que Engels, con la mayor precisión, llama al sufragio universal arma de dominación de la burguesía. El sufragio universal, dice Engels, sacando evidentemente las enseñanzas de la larga experiencia de la socialdemocracia alemana, es "el índice que sirve para medir la madurez de la clase obrera. No puede ser más ni será nunca más, en el Estado actual".
Los demócratas pequeñoburgueses, por el estilo de nuestros socialrevolucionarios y mencheviques, y sus hermanos carnales, todos los socialchovinistas y oportunistas de la Europa occidental [la socialdemocracia], esperan, en efecto, "más" del sufragio universal. Comparten ellos mismos e inculcan al pueblo la falsa idea de que el sufragio universal es, "en el Estado actual", un medio capaz de expresar realmente la voluntad de la mayoría de los trabajadores y de garantizar su efectividad práctica»[69].
«La sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta. La supresión del Estado proletario, es decir, la supresión de todo Estado, sólo es posible por medio de un proceso de "extinción"»[70] (Corchetes y destacado nuestros).
Y, aún más explícitamente, en “La Revolución Proletaria y el renegado Kautsky” [1918]:
«Kautsky [socialdemócrata] plantea el problema del modo siguiente: "La oposición de las dos corrientes socialistas" (es decir, bolchevique y no bolchevique) es "la oposición de dos métodos radicalmente distintos: el democrático y el dictatorial "…
Ahora hemos de fijarnos en lo principal: el gran descubrimiento de Kautsky sobre la "antítesis fundamental" de los "métodos democrático y dictatorial". Es la clave del problema. Es la esencia del folleto de Kautsky. Y se trata de una confusión teórica tan monstruosa, de una apostasía tan completa del marxismo, que es preciso reconocer que Kautsky ha dejado muy atrás a Bernstein [también socialdemócrata, a quien el propio Kautsky atacó por sus ideas democráticas cuando las expuso, bastante antes que él].
El problema de la dictadura del proletariado es el problema de la actitud del Estado proletario frente al Estado burgués, de la democracia proletaria frente a la democracia burguesa. Parece que está claro como la luz del día. ¡Pero Kautsky, como un profesor de instituto, momificado por la repetición de textos de historia, se vuelve tozudamente de espaldas al siglo XX, da la cara al XVIII y por centésima vez, en una larga sucesión de párrafos de un aburrimiento infinito, sigue rumia que te rumia los viejos conceptos sobre la actitud de la democracia burguesa hacia el absolutismo y el medievalismo!
Casi una tercera parte del folleto, 20 páginas de 63, las ha llenado nuestro charlatán de una palabrería que le resulta muy agradable a la burguesía, porque equivale a adornar la democracia burguesa y dejar en la sombra el problema de la revolución proletaria.
Ahora bien, el folleto de Kautsky se titula La dictadura del proletariado [1918]. Todo el mundo sabe que ésta es precisamente la esencia de la doctrina de Marx. Y Kautsky, después de charlar fuera del tema, tiene que citar las palabras de Marx sobre la dictadura del proletariado.
¡Lo que es una verdadera comedia es cómo la ha hecho el "marxista" Kautsky! Escuchad:
"En una sola palabra de Marx se apoya ese punto de vista" (que Kautsky califica de desprecio a la democracia): así lo dice textualmente en la pág. 20. Y en la pág. 60 se repite, llegando a decir que (los bolcheviques) "han recordado a tiempo una palabreja" (¡¡Así como suena!! Des Wörtchens) "sobre la dictadura del proletariado, que Marx empleó una vez en 1875, en una carta".
Veamos la "palabreja" de Marx:
"Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado".
En primer lugar, decir que es "una sola palabra", y hasta una "palabreja", este famoso razonamiento de Marx, que resume toda su doctrina revolucionaria, es burlarse del marxismo, es renegar de él plenamente»[71]. (Destacado nuestro).
Así, afirmar que, al menos la socialdemocracia, sería capaz de destruir la democracia, es nada menos que ignorar su historia y la razón esencial de su ruptura, primero con la visión leninista y luego, con el propio marxismo (en realidad, el cuestionamiento desde el principio era al marxismo, como lúcidamente lo advierte Lenin); al reconocer y acoger a la democracia como una conquista irrenunciable de la humanidad; lo que se ha hecho cada vez más evidente con el correr del tiempo, al punto que es sorprendente una aseveración del tipo de la que aquí se comenta.
Completemos, ahora sí, con el socialdemócrata Eduard Bernstein:
«Desde el punto de vista político nos damos cuenta de que los privilegios de la burguesía capitalista, en todos los países avanzados, dan paso poco a poco a las instituciones democráticas... La legislación de la fábrica, la democratización de las administraciones comunales y la extensión de su competencia, la liberación de los sindicatos y de las cooperativas de todas las trabas legales, la consulta permanente de las organizaciones obreras por parte de las autoridades públicas en las contrataciones laborales caracterizan el nivel actual del desarrollo...A medida que las instituciones políticas de las naciones modernas se democratizan, se reducen la necesidad y las oportunidades de grandes catástrofes políticas»[72].
Escapa a estas notas hacer una diferenciación entre la democracia y el sofisma comunista de la “verdadera democracia”, o “democracia proletaria”, o “democracia popular”, que son términos sinónimos con y antifaces de la dictadura del proletariado, que es –en realidad- la dictadura de la nomenklatura que embozada en el engaño a los trabajadores y necesitados en general, usurpa el poder del pueblo para su disfrute regalado, despótico y perpetuo.
Valga sólo decir que por democracia entendemos a la forma de gobierno que ha ido evolucionando, en realidad: democratizándose por influjo de las ideas progresistas, en Occidente, a partir del establecimiento del Estado Liberal Burgués; evolución y democratización que muchísimas veces se ha efectuado en oposición a sus modos y prácticas iniciales (recuérdese lo que dice Berlin, en el extracto transcrito en el numeral (1) de este acápite y, antes, De Tocqueville), lo que ha tenido un impacto definitivo en el sub-tema que nos convocó. Al respecto, sostiene Bobbio:
«Cuando los que tenían el derecho a votar eran solamente los propietarios, era natural que pidiesen al poder público que ejerciera una sola función fundamental, la protección de la propiedad. De aquí nació la doctrina del Estado limitado… Desde el momento en que el voto fue ampliado a los analfabetos era inevitable que estos pidiesen al Estado la creación de escuelas gratuitas… Cuando el derecho de votar también fue ampliado a los no propietarios, a los desposeídos, a aquellos que no tenían otra propiedad más que su fuerza de trabajo, ello trajo como consecuencia que éstos pidieran al Estado la protección contra la desocupación y, progresivamente, seguridad social contra las enfermedades, contra la vejez, previsión en favor de la maternidad, vivienda barata, etc. De esta medida ha sucedido que el Estado benefactor, el Estado social, ha sido, guste o no guste, la respuesta a una demanda proveniente de abajo, a una petición, en el sentido pleno de la palabra, democrática»[73].
En todo caso, hemos demostrado la inviabilidad racional del aserto de Arias Castillo. Y aunque no la hemos mencionado en esta argumentación, una vez hecha la anterior demostración, podemos decir que resulta injusto y también falso, hacer receptor de tal aseveración al movimiento político inspirado en la Doctrina Social de la Iglesia Católica.
Entendemos que en plena comprensión de lo anterior, con todo acierto, el Prof. Herrera Orellana, liberal, afirma:
«El contenido de las Constituciones –si pretenden ser democráticas-, esto es, sus disposiciones normativas, no deben ser explícitamente socialdemócratas, liberales, anarquistas, comunitaristas o republicanistas…
…De este modo, en algunos casos serán las ideas socialdemócratas las que inclinen la interpretación (en ningún caso podrían hacerlo las ideas socialistas puras, esto es, las comunistas, ya que éstas, al igual que las nacionalsocialistas y las fascistas, son antidemocráticas y totalitarias), en otros serán las ideas liberales las que la orienten (en Venezuela, por lo demás, ello rara vez ha ocurrido en nuestra historia jurídica), en otros las republicanistas, etc., ya que, insisto, el Derecho, al final, no es más que un conjunto de formas que dan protección a bienes (inmateriales y materiales) que se consideran socialmente valiosos (en términos morales, políticos, económicos, etc.) y que –se juzga- son merecedores de dicha protección mediante la coacción estatal»[74].
Como se trata de enmarcar estas líneas en el sub-tema que se analiza (“Estado Social y Libertad”) y el argumento en el que nos hemos enfocado parte de una consideración de lo aseverado por uno de los debatientes ya referidos, creemos un deber de justicia reproducir el pensamiento que al respecto Hernández expresara en su primer escrito:
«La cláusula del Estado social, en la práctica, impone mandatos tanto a los Poderes Públicos como a los particulares, a fin de transformar el orden socioeconómico en función de promover condiciones reales de igualdad, mediante la justa distribución de la riqueza. Tal es, en resumen, la conclusión práctica primera que se desprende el sistema que, guste o no, cabe extraer del Texto de 1999. De inmediato algunas precisiones se requieren:
.- En primer lugar, hemos aludido a la transformación del orden socioeconómico, no de la sociedad. La separación entre sociedad y Estado es fundamental, pues en el respeto de esa separación está la esencia de la libertad general del ciudadano, que es otro de los valores supraconstitucionales de nuestro ordenamiento. El Estado no moldea a la sociedad: ésta, por el contrario, configura democráticamente a aquél. La conformación social de la sociedad, bajo las directrices del Estado, es por ello incompatible con el Estado de Derecho y el Estado democrático» [75].

V. PARA FINALIZAR: UNA “PEQUEÑA” ANÉCDOTA 

Terminaremos por donde comenzamos: una referencia a la verificación empírica. Tengo acá un nuevo acuerdo parcial con Arias Castillo: «La línea de razonamiento de los defensores del Estado Social es casi siempre la misma: dogmática, nunca empírica o basada en la experiencia social». El acuerdo es sobre la necesidad de la contrastación de una teoría con los hechos, en el ámbito que ella pretende explicar, argumento que entiendo subyace en la crítica frase anterior; obviamente sin acordar con el resto de su contenido.
Antes de dejar para que despida estas páginas, en un muy interesante relato, a Joseph Stiglitz [esta vez, sí, alguien cercano a nuestra “concepción del mundo”, al igual que todos los autores que citaremos en esta etapa final del escrito, como prometimos hacer], recalcamos nuestra firme creencia en el derecho a la propiedad privada y en la libertad económica, con los límites que a ambas imponen las necesidades sociales y el ordenamiento jurídico que a ellas atiende y, también, en que no es posible redistribuir la riqueza si antes no ha habido producción de riqueza; en ese caso sólo queda, parafraseando a Churchill, repartir la miseria.
Pero desconocer al individuo por relievar a la sociedad es un error tan grave como el contrario, sobre todo porque al final, detrás de las llamadas necesidades sociales, lo que existe es un grupo de individuos carentes de algo. Las posiciones fanáticas e irreductibles en las aceras de cada lado de la calle, del tipo de las expresiones de Lenin aquí citadas, o la de Hayek en el libro “Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo”, de Guy Sorman [76]: «Entre la verdad y el error no hay vía intermedia» [donde la verdad sería el liberalismo y el error, el comunismo], no nos parecen fructíferas en modo alguno. Como es conocido, en el seno de la socialdemocracia se encuentran en plena labor de manufactura y, digamos, experimentación, una serie de varias nuevas aproximaciones a la idea del Estado, la Sociedad, el Individuo y el Mercado, todas perfectamente subsumibles bajo la máxima (que Ramos Allup llama de enunciado “sorprendentemente simbiótico”, lo que, en efecto, no es poco decir para una “variante” del socialismo) de «tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario», la cual estimamos que puede orientar una buena dirección para acometer las políticas públicas que hacen falta hoy para acceder al desarrollo en una sociedad como la nuestra. 
Por otro lado, no es posible soslayar las tensiones entre liberalismo y democracia, aquí someramente expuestas en el pensamiento –precisamente- de autores liberales. Sobre ellas, dice Bobbio:
«Me interesa hacer resaltar que liberalismo y democracia, que desde hace un siglo hasta hoy fueron considerados siempre, la segunda, como la consecuencia natural del primero, muestran ya no ser del todo compatibles, toda vez que la democracia fue llevada a la extrema consecuencia de la democracia de masas, o mejor dicho, de los partidos de masas, cuyo producto es el Estado benefactor. Si los límites dentro de los cuales la doctrina liberal consideraba que se debería restringir el Estado fueron superados, es difícil negar que ello sucedió debido al impulso de la participación popular provocada por el sufragio universal. Se ha dicho muchas veces que la política keynesiana fue un intento de salvar al capitalismo sin salir de la democracia, en contra de las dos soluciones opuestas existentes: la de abatir al capitalismo sacrificando la democracia (práctica leninista) y la de abatir a la democracia para salvar al capitalismo (fascismo). Ahora se diría que para los liberales de nuevo cuño el problema es al contrario, es decir, el de salvar, si todavía es posible y por aquello que es todavía posible, a la democracia sin salir del capitalismo. En la crisis de los treinta pareció que fuese el capitalismo el que ponía en crisis a la democracia, hoy les parece a estos nuevos liberales que es la democracia la que pone en crisis al capitalismo» [77].
Como contrapartida, se ha propuesto regulación y planificación desde el Estado democrático, instrumentos que han sido satanizados, las más de las veces desfigurando su significado en esta vertiente de pensamiento y luego citando al “aguijón semántico” para criticar los esfuerzos de clarificación de conceptos, todo apuntando a una homologación y “homogeneización” de aquéllas con las del comunismo; lo que, a poco que se reflexione se verá lo absurdo que es, tomando en cuenta la diferencia fundamental de premisas de las que parten. 

Sobre la planificación del Estado democrático, citemos a Karl Mannheim:

«Nuestra tarea estriba en edificar un sistema social mediante la planificación; pero no planificación de una clase [social] especial; tiene que ser planificación para la libertad, sujeta a control democrático; planificación, pero no una planificación restriccionista que favorezca a los monopolios de grupo, sean de hombres de empresa o de asociaciones obreras, sino “planificación para la abundancia”, es decir, empleo total y total explotación de los recursos; planificación para la justicia social, más que [para] una igualdad absoluta, con diferencias de recompensa y situación personal, sobre la base de la verdadera igualdad más que el privilegio; planificación, no para una sociedad sin clases, sino para una sociedad que suprima los extremos de riqueza y pobreza; planificación para la cultura sin “nivelación por lo bajo”: una transición planificada favorable al progreso, sin interrumpir lo que hay de valioso en la tradición; planificación que contrarreste los peligros de una sociedad de masas, coordinando los instrumentos de control social, pero interviniendo solamente en los casos de degeneración institucional o moral, definidos por el criterio colectivo; planificación para el equilibrio entre la centralización y la dispersión del poder; planificación para la transformación gradual de una sociedad, a fin de estimular el desarrollo de la personalidad: en una palabra, planificación, no regimentación»[78].
 
Con respecto a la necesidad de regulación, en estrecha vinculación con lo afirmado sobre la necesidad de verificación empírica de una teoría política (que incluye, desde luego, lo económico), dejemos pues a Stiglitz clausurar estas páginas con extractos del relato que hace sobre las cinco decisiones que, a su juicio, motivaron preponderantemente la reciente crisis financiera en EEUU, de repercusión mundial; y que contextualizan su referencia final, en el relato, a lo que podríamos llamar una “anécdota” del liberal con el cargo económico más importante, más influyente del mundo, para un liberal: Presidente de la Reserva Federal de EEUU, la primera economía del mundo, durante una estimable cantidad de tiempo, dieciocho años y medio: Alan Greenspan


Espero que estas páginas signifiquen algún aporte, por pequeño que sea, en la obtención de los objetivos del Seminario de Profesores de Derecho Público de la Universidad Monteávila referidos a la consideración de este sub-tema de este año; y que sus lectores obtengan de ellas, al menos, instrumentos para evaluar el punto de vista que sostienen.

Joseph Stiglitz, “Capitalist fools”, en Vanity Fair, enero, 2009.
«Algún día se habrán calmado las amenazas más urgentes posadas por la crisis crediticia y nos veremos ante la tarea principal de elaborar una dirección para los pasos económicos del futuro. Será un momento peligroso. Detrás de los debates sobre la política futura hay un debate sobre la historia: un debate sobre las causas de nuestra situación actual. La batalla por el pasado determinará la batalla por el presente. Por lo tanto es crucial entender bien la historia.
¿Cuáles fueron las decisiones críticas que llevaron a la crisis? Se cometieron errores en cada encrucijada, tuvimos lo que los ingenieros llaman una "falla del sistema": cuando no una sola decisión sino una cascada de decisiones producen un resultado trágico. Consideremos cinco momentos cruciales:
No. 1: Despido del presidente
En 1987 el gobierno de Reagan decidió remover a Paul Volcker de su puesto de presidente del Consejo de la Reserva Federal y nombrar en su lugar a Alan Greenspan. Volcker había hecho lo que supuestamente es la tarea de los banqueros centrales. Bajo su control, la inflación fue reducida de más de un 11% a bajo de un 4%. En el mundo de la banca central, eso le habría significado un grado de A+++ y asegurado su renombramiento. Pero Volcker también entendió que los mercados financieros deben ser regulados. Reagan quería a alguien que no creyera algo semejante, y lo encontró en un devoto de la filósofa objetivista y fanática del libre mercado, Ayn Rand.
Greenspan tuvo un doble papel. La Reserva Federal controla el grifo del dinero, y en los primeros años de esta década, lo abrió a todo dar. Pero la Fed. también es un regulador. Si se nombra a un anti-regulador como brazo ejecutor, se sabe el tipo de ejecución que se tendrá. Un torrente de liquidez combinado con diques reguladores defectuosos [que] resultaron ser desastrosos
No. 2: Demoliendo los muros
La filosofía de la desregulación pagó dividendos indeseados durante años. En noviembre de 1999, el Congreso revocó la Ley Glass-Steagall… [que] había separado desde hace tiempo a los bancos comerciales (que prestan dinero) y a los bancos de inversiones (que organizan la venta de bonos y valores); había sido promulgada como consecuencia de la Gran Depresión y debía limitar los excesos de esa era, incluidos los conflictos de intereses. Por ejemplo, sin separación, si una compañía cuyas acciones habían sido emitidas por un banco de inversión, con su fuerte apoyo, se metía en problemas, ¿no sentiría su brazo comercial, si lo tuviera, presión para prestarle dinero, tal vez insensatamente? No cuesta prever la espiral resultante de malas decisiones…
…Hubo otros pasos importantes por el camino desregulador. Uno fue la decisión en abril de 2004 de la Comisión de Mercados e Inversores de Estados Unidos, (SEC), tomada en una reunión a la que no asistió casi nadie y que fue pasada por alto en gran parte, de permitir que los grandes bancos de inversiones aumentaran su ratio de deuda a capital (de 12:1 a 30:1, o más) para poder comprar más valores respaldados por hipotecas, inflando al hacerlo la burbuja de la vivienda. Al aceptar esa medida, la SEC argumentó a favor de las virtudes de la autorregulación: la noción peculiar de que los bancos pueden controlarse efectivamente a sí mismos
No. 3: Aplicando sanguijuelas
Luego vinieron los recortes tributarios de Bush, impuestos primero el 7 de junio de 2001, con una nueva entrega dos años después. El presidente y sus asesores parecían creer que recortes tributarios, especialmente para estadounidenses de altos ingresos, constituían un cura-lo-todo para cualquier enfermedad económica -el equivalente moderno de sanguijuelas. Las reducciones de impuestos jugaron un papel fundamental en la conformación de las condiciones que crearon el trasfondo de la actual crisis. Como su contribución al estímulo de la economía fue mínima, el verdadero impulso quedó en manos de la Fed., que emprendió la tarea con tasas bajas y liquidez sin precedentes. La guerra en Iraq empeoró las cosas, porque llevó a un aumento brutal de los precios del petróleo. Ante la dependencia de EE.UU. de las importaciones de petróleo, tuvimos que gastar varios cientos de millones de dólares más para comprar petróleo -dinero que de otra manera habría sido gastado en bienes estadounidenses.
Normalmente eso hubiera llevado a una ralentización económica, como lo hizo en los años setenta. Pero la Fed. enfrentó el desafío del modo más miope que se pueda imaginar. El diluvio de liquidez hizo que el dinero fuera fácilmente disponible en los mercados hipotecarios, incluso para los que normalmente no estarían en condiciones de pedir prestado. Y, sí, eso logró impedir una desaceleración económica: la tasa de ahorro doméstica de EE.UU. cayó a cero. Pero debiera haber sido obvio que estábamos viviendo de dinero prestado, y de tiempo prestado.
La reducción de la tasa de impuestos sobre ganancias del capital contribuyó de otra manera a la crisis. Fue una decisión que enfocaba los valores: los que especulaban (léase: jugaban con dinero) y ganaban eran gravados menos que los que ganaban un salario, los que simplemente trabajaban duro…
No. 4: Falsificación de las cifras
Mientras tanto, el 30 de junio de 2002, después de una serie de grandes escándalos –notablemente el colapso de WorldCom y Enron- el Congreso aprobó la Ley Sarbanes-Oxley. Los escándalos habían involucrado a cada firma contable estadounidense, a la mayoría de nuestros bancos, y a algunas de nuestras principales compañías, y dejaron en claro que teníamos serios problemas con nuestro sistema de contabilidad...
La estructura de incentivos en las agencias de calificación también resultó ser perversa. Agencias como Moody's y Standard & Poor's son pagadas por los mismos a los que supuestamente deben calificar. Como resultado, tienen todos los motivos del mundo para dar buenas calificaciones a las compañías, en una versión financiera de lo que los profesores universitarios conocen como inflación de notas…
No. 5: Que se desangre
El momento decisivo final vino con la aprobación de un paquete de rescate el 3 de octubre de 2008 -es decir, con la reacción del gobierno a la crisis en sí. Sentiremos las consecuencias durante años.
…Tanto el gobierno como la Fed. habían sido impulsados desde hace tiempo por ilusiones, esperando que las malas noticias fueran sólo un accidente pasajero, y que un retorno al crecimiento estuviera a la vuelta de la esquina. Mientras los bancos de EE.UU. enfrentaban el colapso, el gobierno viraba de un modo de actuar a otro. Algunas instituciones (Bear Stearns, A.I.G., Fannie Mae, Freddie Mac) fueron rescatadas. Lehman Brothers no. Algunos accionistas recuperaron algo. Otros no…
…El gobierno habló de desarrollo de confianza, pero lo que presentó fue en realidad un timo. Si el gobierno hubiera querido realmente restaurar confianza en el sistema financiero, habría comenzado por encarar los problemas subyacentes -las estructuras deficientes de incentivos y el sistema regulador inadecuado.
¿Hubo una sola decisión aislada que, si hubiera sido revertida, habría cambiado el curso de la historia? Todas las decisiones, incluidas las de no hacer algo, como han sido muchas de nuestras malas decisiones económicas, son consecuencia de decisiones anteriores, una red interrelacionada que va desde el pasado lejano hasta el futuro.
Se escuchará a algunos de la derecha apuntar a ciertas acciones del propio gobierno -como la Ley de Reinversión Comunitaria (CRA), que requiere que los bancos pongan a disposición dinero para hipotecas en vecindarios de bajos ingresos. (En los hechos los incumplimientos de pagos en los préstamos basados en la CRA fueron efectivamente mucho menores que en otros préstamos). Muchos han culpado a Fannie Mae y Freddie Mac, los dos inmensos prestamistas hipotecarios, que originalmente eran de propiedad gubernamental. Pero en los hechos llegaron tarde al juego de las hipotecas de alto riesgo, y su problema fue similar a los del sector privado: Sus jefes ejecutivos tuvieron el mismo perverso incentivo para lanzarse al juego.
La verdad es que la mayoría de los errores individuales se reducen a sólo uno: la creencia en que los mercados se ajustan solos y que el papel del gobierno debiera ser mínimo.
Al mirar retrospectivamente a esa creencia durante audiencias en otoño de este año [2008] en el Congreso, Alan Greenspan dijo en voz alta: "He encontrado un defecto".
El congresista Henry Waxman lo presionó, respondiendo: "En otras palabras, ¿usted ha descubierto que su visión del mundo, su ideología, no era correcta; no funcionaba?".
-"Ciertamente, precisamente", dijo Greenspan…»

JJOW
Las Mesetas, Febrero 2011.


________________________________
[1] Abogado UCAB.
[2] A juzgar por sus dos entregas, pudiera inferirse que todo aquél que no sea liberal -dentro de los parámetros que él entiende por tal- o, a lo más, anarco-liberal, a sus ojos es una “especie” de socialista.
[3] Suponemos que no se trata de una referencia a un “chiste” entre paleontólogos sobre dinosaurios (los dinosaurios carnívoros tenían el cerebro más pequeño), oído en una popular serie cómica estadounidense, ya descontinuada.
[4] Contestación de Tomás ARIAS CASTILLO [“Vendiendo Utopías”], al escrito original de José Ignacio Hernández. Cursivas nuestras.
[5] Idem.
[6] HERNÁNDEZ. Escrito original: “Estado Social y libertad de empresa en Venezuela: Consecuencias prácticas de un debate teórico”.
[7] ARIAS CASTILLO. Idem. Corchetes nuestros.
[8] Idem. Destacado nuestro.
[9] Idem. Cursivas nuestras.
[10] “Marx y el Estado”. En: Norberto BOBBIO: “Ni con Marx ni contra Marx”. Fondo de Cultura Económica, México, 1999. Cap. VII, pp. 134-135. «La critica que Marx, bajo la influencia de Feuerbach, dirige a Hegel en el escrito juvenil poco antes citado, Crítica de la filosofía del derecho público de Hegel (que contiene un comentario a los parágrafos 261-313 de los Lineamientos de la filosofía del derecho [de Hegel]), tiene, a decir verdad, más valor filosófico y metodológico que político, en el sentido de que lo que le interesa principalmente a Marx en este escrito es la crítica del método especulativo de Hegel, esto es, del método según el cual lo que debería ser el predicado, la idea abstracta, se vuelve el sujeto, y Io que debería ser el sujeto, el ser concreto, se vuelve el predicado, como se desprende, más claramente que de cualquier explicación, del ejemplo siguiente. Hegel [G. W. F. Hegel, Lineamenti di filosofia del diritto, Bari, Laterza, 1974, p. 239], partiendo de la idea abstracta de soberanía, más bien que de la figura histórica del monarca constitucional, formula la proposición especulativa: "la soberanía del Estado es el monarca", mientras, partiendo de la observación de la realidad, el filósofo no especulativo debe decir que "el monarca [o sea aquel personaje histórico que tiene aquellos determinados atributos] tiene el poder soberano" (en las dos proposiciones, como se ve, objeto y predicado están invertidos). En un capítulo de La Sagrada Familia (1845), que es el mejor comentario a esta crítica, intitulado "El misterio de la construcción especulativa", Marx, después de haber ilustrado con otro ejemplo el mismo tipo de inversión (para el filósofo no especulativo la pera es un fruto, mientras para el filósofo especulativo el fruto se pone como pera), explica que esta operación consistente en concebir la sustancia como sujeto (mientras debería ser el predicado) y el fenómeno como predicado (mientras debería ser el sujeto) “forma el carácter esencial del método hegeliano" [F. Engels-K. Marx, La sacra famiiglia, Roma, Editori Riuniti, 1954, p. 66]»
[11] Para pensadores como Ludwig VON MISES, liberal entre los liberales, no existe libertad que no sea relacional: «El concepto de libertad tiene sentido solamente en la medida que hace referencia a relaciones entre seres humanos. Hay autores que se han referido a una libertad original o natural que se supone que el hombre disfrutó en un maravilloso estado de naturaleza que antecedió al establecimiento de las relaciones sociales. Sin embargo, tales individuos o familias autosuficientes eran libres hasta que se toparon con otros más fuertes que ellos. En la implacable competencia biológica el más fuerte siempre tenía la razón y el más débil sólo podía optar por la rendición incondicional. El hombre primitivo no nació libre. Solamente dentro del marco de un sistema social puede tener significado el término libertad.» “El Mercado”. Universidad Francisco Marroquín. Guatemala. 1987. Págs. 54-55.
[12] Imagen con que se solía denotar al ciudadano clase media promedio, de ejercicio autónomo de su oficio, en un país desarrollado; difiere de la de Joe The Plumber -que surgiera a partir de la participación de un ciudadano real, con ese nombre y oficio, en la última campaña presidencial estadounidense-, en que aquél deposita sus ahorros en acciones de empresas, cuanto más grandes mejor, y su expectativa más ostensible es la placidez del retiro; Joe es, por el contrario, un emprendedor con ganas de iniciar un pequeño negocio propio, lo que genera de entrada diferencias visibles de ubicación socio-económica y de actitud, e implica perspectivas distintas para la tarea del denostado burócrata planificador.
[13] Paul Henri THIRY, Barón de HOLBACH (bajo el seudónimo de Jean-Baptiste de MIRABAUD). “Sistema de Naturaleza”. (1770). «No entiendo por el pueblo al estúpido populacho que, privado de ilustración y buen sentido, puede convertirse en cualquier momento en instrumento y cómplice de demagogos turbulentos que deseen perturbar la sociedad. Todo hombre que pueda vivir respetablemente con los ingresos de su propiedad y todo cabeza de familia propietario de tierra, deben ser considerados como ciudadanos. El artesano, el comerciante y el asalariado deben ser protegidos por un Estado al que sirven útilmente cada uno a su manera, pero no son verdaderos miembros de él hasta que por su trabajo y su industria han adquirido tierra». Es de aclarar que nada más lejos de un liberal que Holbach, aunque compartiera con los más destacados de su época. Sin embargo, las ideas reseñadas, o similares, son la base del sufragio censitario o restringido que se comenta, adoptado en las llamadas democracias liberales y que permaneció hasta entrado el siglo XX.
[14] Immanuel KANT. “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?” (1784): «La Ilustración significa el movimiento del hombre al salir de una puerilidad mental de la que él mismo es culpable. Puerilidad es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona. Esta puerilidad es culpable cuando su causa no es la falta de inteligencia, sino la falta de decisión o de valor para pensar sin ayuda ajena. Sapere aude es, por consiguiente, el lema de la Ilustración.»
[15] “Pluralismo y Participación Política. De la Constitución de 1961 a la Constitución de 1999”.
[16] Que no siempre ocurre así ha sido objeto de atención por la doctrina prácticamente desde el nacimiento de la Constitución y su función normativa, en el sentido que hoy le damos. Entre otros, es famoso el desarrollo de Karl Loewenstein al respecto.
[17] Manuel GARCÍA-PELAYO. “Derecho Constitucional Comparado”. Pág. 120.
[18] “Pluralismo…”. Ob. cit. El anterior extracto se refiere en el original al sistema político que impera en una determinada sociedad; no obstante, tanto por la definición que en el trabajo citado se hace de sistema político, como por su susceptibilidad de ser aplicado en esta parte del desarrollo que se hace en estas páginas, consideramos pertinente su inclusión para graficar lo afirmado.
[19] Karl POPPER. “Conjeturas y Refutaciones. El desarrollo del conocimiento científico”. Capítulo 18. “Utopía y Violencia”. Paidós Básica. Bs As. 1991. 1° Ed. 1983. Pág. 431 y ss. «El racionalismo utópico es un racionalismo auto-frustrante. Por buenos que sean sus fines, no brinda la felicidad, sino sólo la desgracia familiar de estar condenado a vivir bajo un gobierno tiránico. Es importante comprender plenamente esta crítica. No critico ideales políticos como tales, ni afirmo que un ideal político nunca pueda ser realizado. Esta no sería una crítica válida. Se han realizado muchos ideales que antes se consideraban dogmáticamente irrealizables, por ejemplo, el establecimiento de instituciones eficientes y no tiránicas para asegurar la paz civil, esto es, para la supresión de delitos contra el Estado. Y no veo ninguna razón por la cual una judicatura y una fuerza de policía internacionales deban tener menos éxito en la supresión del delito internacional, esto es, de la agresión nacional y el maltrato a minorías o, quizás, a mayorías. Yo no objeto el intento de realizar tales ideales». La misma idea la expresa en “La sociedad abierta y sus enemigos”.
[20] Milton y Rose FRIEDMAN. “Libertad de Elegir”. Ed. Orbis SA. Barcelona, España. 1983. Pág. 189.
[21] Idem. Pág. 190.
[22] Idem. Págs. 189-190.
[23] Excluimos del comentario los determinismos basados en la categoría necesidad, o, en todo caso, los compatibilismos tamizadores, por su conducto, de la de libre albedrío. Si bien no los compartimos, al menos no totalmente, no puede decirse de ellos que no sean respetables.
[24] “realocar” en el original.
[25] De “Las Cartas de Ayn Rand”. Volumen II, nº 10, 12 de febrero de 1973. A pesar de la similitud de pensamiento (¿o, tal vez, por ello?), no consideraba acertados ni a Spencer, ni a los libertarios.
[26] POPPER. Idem.
[27] Isaiah BERLIN. Ob. Cit.
[28] Alexis DE TOCQUEVILLE. “El Antiguo Régimen y la Revolución”. Alianza Editorial. Madrid. 1856/1982. Págs. 514 a la 516.
[29] “Pluralismo…” Ob. Cit.
[30] Que pudiéramos cambiar, de acuerdo con su desarrollo, por las palabras pertenencia y estimación. En todo caso, lo importante es no confundir esta noción con la de “status” de JELLINEK, tan significativa para la Teoría de los Derechos Fundamentales.
[31] Sin embargo, es de reseñar que STEIN, en la misma obra, sostiene: "La libertad es sólo real cuando se poseen las condiciones de la misma, los bienes materiales y espirituales en tanto presupuestos de la autodeterminación"; lo que implica una visión extraordinariamente adelantada respecto de las tareas del Estado frente a los individuos y la sociedad.
[32] Luigi FERRAJOLI. “Derecho y razón”. 5ª edición, Madrid, Trotta 2000. p. 862.
[33] Bruce GREENWALD y Joseph E. STIGLITZ. “Externalities in Economies with Imperfect Information and Incomplete Markets”. Quarterly Journal of Economics. N° 90. 1986.
[34] David E. M. SAPPINGTON y Joseph E. STIGLITZ. “Privatization, Information and Incentives”. Columbia University; National Bureau of Economic Research (NBER), junio de 1988; NBER Working Paper No. W2196.
[35]  E. W. BÖCKENFÖRDE, "Grundrechtstheorie und Grundrechtsinterpretation", [“Teoría e interpretación de los Derechos Fundamentales”]. pág. 1538. Cit. por Robert ALEXY. “Teoría de los Derechos Fundamentales”. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid. 1993. Pág. 546.
[36] Robert ALEXY. Ob. Cit. Pág. 211.
[37] Idem. Pág. 197 y ss.
[38] Cit. por Robert ALEXY. Ob. Cit.
[39] Equivalente al concepto de “status negativo” de JELLINEK. He aquí sus palabras: «Al miembro del Estado le corresponde, pues, un status en el cual es señor, una esfera libre del Estado, que niega el Imperium. Es el de la esfera individual de la libertad, del status negativo, del status libertatis, en el cual los fines estrictamente individuales encuentran su satisfacción a través del acto libre del individuo». Por lo tanto, un status negativo consiste en una esfera de libertad individual. Es decir, según JELLINEK, la esfera de libertad individual es la clase «de las acciones de los súbditos jurídicamente irrelevantes para el Estado». Cit. por R. ALEXY. Ob. cit. Pág. 251.
[40] Robert ALEXY. Ob. Cit. Págs. 224-225.
[41] Idem. Págs. 202 y 203
[42] Idem. pág. 341.
[43] Idem. pág. 215.
[44] Idem. Pág. 227.
[45] Idem. Pie de página, págs. 404 y 405.
[46] Idem. págs. 408 y 409.
[47] ARIAS CASTILLO. Ob. Cit.
[48] Idem.
[49] “Pluralismo…”. Ob. Cit.
[50] Robert ALEXY. Ob. Cit. Pág. 411 - 414.
[51] Robert ALEXY. Ob. Cit. Pág. 411 - 414.
[52] Idem. Págs. 86 a la 90.
[53] Idem. Pág. 431.
[54] Idem. Pág. 431.
[55] Idem. Pág. 482.
[56] Para una interesante y completa reflexión sobre el tema, ver Revista Ius et Praxis - año 14 - n° 1: 261-300, Talca, Chile, 2008. Artículos de Doctrina. Rodolfo FIGUEROA GARCÍA-HUIDOBRO. “Concepto de derecho a la vida”. Accesible en http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0718-00122008000100010&script=sci_arttext#100
[57] Robert ALEXY. Ob. cit. Pág. 496.
[58] Idem. Pág. 430 y ss.
[59] Idem. Págs. 486 y 488.
[60] Idem. Pág. 489.
[61] Idem. Pág. 495.
[62] Federico ENGELS en la Introducción a “Trabajo asalariado y capital” de Carlos MARX. Proyecto Espartaco. Págs. 4 y 5.
[63] Carlos MARX. Ob. cit.
[64] Friedrich A. HAYEK. “Camino de servidumbre”. 5ta reimpresión. Alianza Editorial. Madrid. Págs. 69 y 70.
[65] Tomás ARIAS CASTILLO. “Una réplica no es una contrarréplica. Contrarréplica al Profesor José Ignacio Hernández”. «Existe un recurso discursivo muy empleado –y de mucha utilidad- en el debate basado en argumentos, y consiste en presuponer la existencia de una disputa en torno a la definición de los conceptos usados, que imposibilita una verdadera discusión. A dicha estrategia se le conoce como «aguijón semántico» (semantic sting) y, como ya referí en mi intervención principal« dentro del Seminario, ENDICOTT la resume así: «Incluso para discrepar, necesitamos entendernos el uno al otro. Si yo rechazo lo que tú dices sin entenderte, sólo tendremos la ilusión de una disputa. Tú aseverarás una cosa y yo rechazaré otra. (El autor repite:) Incluso para discrepar, necesitamos entendernos el uno al otro»3. Dicha estrategia tiene mucha utilidad pues nos permite «pasar de largo» y no responder aquello que no queremos responder. Así, por ejemplo, si alguien califica de «estatista» una posición, el otro participante podrá decir: «eso depende de lo que usted entienda por estatismo» sin ofrecer, en verdad, respuesta alguna».
[66] Los predicables son conceptos especializados atribuidos a un sujeto de conformidad con su género, especie, diferencia específica, lo propio y lo accidental.
[67] Friedrich A. HAYEK. Ob. cit.
[68] Henry RAMOS ALLUP. “Reflexiones sobre el Liberalismo”. Ediciones Nueva Visión. Caracas, 2007.
[69] Vladimir Ilich ULIANOV (Lenin). “El Estado y la Revolución”. Proyecto Espartaco. Pág. 8.
[70] Idem. Pág. 13.
[71] Vladimir Ilich ULIANOV (Lenin). “La Revolución y el renegado Kautsky”. Proyecto Espartaco. Págs. 4, 5 y 6. Se refiere a Karl KAUTSKY, socialdemócrata alemán, y su folleto “La Dictadura del Proletariado”; Kautsky respondería con “Marxismo y Bolchevismo: Democracia y Dictadura”.
[72] Eduard BERNSTEIN, “Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia”. En  “Problemas del socialismo. El revisionismo en la socialdemocracia”, 1ª edición en español, Siglo XXI, México, 1982, p. 96.
[73] Norberto BOBBIO. “El futuro de la democracia”. Fondo de Cultura Económica. Bogotá. 1992. Pág. 27.
[74] Luis A. HERRERA ORELLANA. “A propósito de la polémica entre los profesores Hernández y Arias en torno al Estado social y la libertad económica en la Constitución de 1999”.
[75] José Ignacio HERNÁNDEZ G. “Estado Social y Libertad de Empresa en Venezuela: Consecuencias Prácticas De Un Debate Teórico”.
[76] Guy SORMAN. “Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo”. Editorial Seix Barral. Bogotá. 1992. Cit. por Henry RAMOS ALLUP. Ob. cit.
[77] Norberto BOBBIO. “El futuro de la democracia”. Ob. cit. Pág. 92.
[78] Karl MANNHEIM. “Libertad, poder y planificación democrática”. Fondo de Cultura Económica. México. 1974. Pág. 51. Cursivas en el original, corchetes nuestros.

Comentarios

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